El
domingo por la tarde, en el tren que me devolvía a casa, terminé de leer
La mancha humana, tercera parte de la trilogía
americana, de Philip Roth, tras Pastoral americana y
Me casé con un comunista.
Siguiendo el modelo de las anteriores, el narrador se sitúa en la época
del escándalo de Bill Clinton con Monica Lewinski, trazando un paralelismo con
el escándalo suscitado en una pequeña comunidad universitaria por la conducta de
Coleman Silk, ex-decano de la misma. Alrededor de este
potentísimo personaje, a lo largo de 311 páginas, irán apareciendo su familia,
sus amantes, sus colegas, sus aficiones y su determinación, que algunos llamarían egolatría. Nos encontraremos
con saltos en el tiempo, revelaciones sorprendentes y situaciones dramáticas,
que ponen en entredicho las convenciones sociales de las que nos hemos dotado
para llevar una vida ordenada.
La película no es capaz de recoger la enorme densidad de la novela |
El
racismo, la segmentación entre negros, judíos, blancos, americanos y europeos,
el amor y el odio, la bondad y la maldad, la sexualidad, el individualismo y el
gregarismo de lo políticamente correcto, van aderezando una historia que nos deja
frases como: 'La universidad de Howard me pareció una concentración excesiva
de negros en un solo lugar'. '¿Dónde crees que encontraré la fuerza para ser tan
cruel conmigo misma?'. '¿Quién puede entender a los 32 años que a los 71 es
exactamente igual?'. 'Agitando los puños ante las caras de la gente que odiaban
mucho más de lo que en sus momentos más insufribles ellos dos podían llegar a
odiarse mutuamente'.
Es,
por fin, una historia construida sobre una gran mentira, que puede resumirse en
esta frase: 'La verdad acerca de nosotros es
interminable'.
Una
gran novela, para meterse en vena, sin anestesia.
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