Estamos en una época de cambios, que muchos gurús anuncian como un cambio de época. ¿Dejamos que nos cambien? ¿O somos proactivos en el cambio?
A ninguno de nosotros le gusta cambiar, salir de su zona de comodidad. Ya lo dice José Manuel Gil en su libro Solo a los bebés les gusta que les cambien, cuya lectura os recomiendo.
Así que si nos decidimos a cambiar, debemos tener un objetivo, porque cambiar por cambiar, como diría aquel, es tontería.
Y todo cambio tiene unos ciclos, definidos por Prochaska y DiClemente, que comienzan con la pre-contemplación, cuyo rasgo central es la resistencia a reconocer un problema. Todos, especialmente cuando nos cambia el entorno, como sucede ahora, pasamos por esta etapa.
Bien, ya soy consciente de que tengo un problema, pero me falta el impulso o el compromiso necesario para resolverlo. Estoy en la fase de contemplación, dándole vueltas a problema, sin decidirme a actuar.
En algún momento, empiezo a hacer pequeños cambios, más o menos planificados. Es la fase de preparación y será tanto más exitosa en cuanto tenga un plan de acción con acciones concretas a ejecutar en el corto plazo.
Cuando pasamos a la acción nos involucramos activamente en la nueva conducta. Al principio, el cambio es evidente y recibe un gran reconocimiento, pero hay un riego muy alto de recaída.
La recaída es más la regla que la excepción. Es importante detectarla cuanto antes para volver a etapas anteriores del ciclo. Lo que mejor funciona es hacer un balance decisional, entre lo que pierdo y lo que gano con el cambio, cuyo saldo tiene que ser positivo y fortalecer nuestra autoestima por haber sido capaces de abordar el cambio.
Una vez que el nuevo comportamiento se convierte en hábito, estamos en la etapa final de mantenimiento.
Eso sí, recordando -como decía Schopenhauer- que 'El cambio es lo único inmutable'.
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