La parte activa del
pasado fin de semana, la de currar de verdad,
comenzó el sábado a las siete de la mañana, con un primer viaje en coche
para devolver a casa cuatro cajas que tenía guardadas en Ibaeta. A las ocho
había quedado con José y con Octavio que, en su furgoneta iban a cargas muebles
y varias decenas de cajas, desde un almacén de Errenteria. Nos acompañó mi hijo
y entre los cuatro hicimos la operación.
Poco después de las
nueve, llegamos a casa, donde nos esperaban mi mujer, para descargar todo el
material y subirlo a un sexto piso; algunas piezas, por las escaleras, ya que no cabían en un ascensor pequeño y antiguo. Poco después de las diez, habíamos acabado. Lo que el
viernes a la tarde era un piso vació se había llenado de cajas y diversos
enseres que había que reubicar, dos meses después de haber de haber sacado todo
ese material para acometer diversas reformas que le han dado una nueva cara al
lugar donde hemos vivido los últimos veinticinco años.
Vino mi hija con su
pareja, que es bastante manitas, y
empezó a montar los muebles, mientras mi mujer y yo íbamos al Eroski a hacer
una compra total.
Volvimos a casa y,
mientras nos traían la compra, empezamos a sacar de los armarios lo que
habíamos ido guardando, de aquella manera, desde las Navidades del año pasado,
hasta que nos fuimos a casa de mi madre el 29 de enero. Fueron apareciendo
diversos objetos, pero el primero que busqué yo, una radio, sigue sin aparecer
todavía. ¿Dondé c… la guardé?
A eso de la una paramos
y nos fuimos a comer. Mi mujer, previsora, había dejado listos los
ingredientes para preparar un plato de pasta espectacular con el que cargar los
depósitos, vacíos de tanto acarrear todo tipo de bultos.
A las tres de la
tarde estábamos de vuelta. Lo primero fue colocar la compra del Eroski en un
escenario distinto. La cocina es distinta, los armarios son distintos, todo ha
cambiado y hay que decidir dónde vamos poniendo cada cosa. Entre el volumen de
la compra y el establecer criterio, se nos va el tiempo y apenas nos podemos
ocupar de las cajas, que tendrán que esperar al domingo. Tampoco conseguimos
vaciar todos los armarios que, pese a los precintos, están invadidos en mayor o
menor medida por el polvo.
Volvemos a casa de
la ama en una montaña rusa de emociones y sensaciones. Desde la euforia por lo
bonito que ha quedado el piso y lo rápido que hemos hecho el traslado, hasta la
incertidumbre respecto de todo lo que nos falta por hacer, unido a un cansancio
tal que hace que me acueste sin tocar el PC y sin saber nada de la
Azkoitia-Azpeitia, sobre la que tenía previsto escribir. Mis escasas neuronas
no estaban por la labor y mis objetivos se habían focalizado en hacer habitable
el piso. Además, teníamos una hora menos para dormir.
Ayer me levanté como
todos los días, a las cinco, que eran las seis por el cambio de hora. Tenía la
muñeca izquierda muy dolorida y el cuerpo con la sensación de haber sido
pisoteado por una manada de bisontes de los que se veían en las películas del
Oeste. La falta de costumbre de trabajar de verdad.
Hice mi rutina de
estiramientos, desayuné como Dios manda, fui a comprar el periódico y lo subí a
mi casa de las últimas ocho semanas, donde mi mujer lo estaba esperando para
desayunar como Dios le manda a ella.
Consciente y
voluntariamente, me dejé el móvil y para las ocho de la mañana estaba en
nuestra casa para continuar con la delicada tarea de seguir vaciando los armarios,
quitar el polvo a los distintos objetos allí desterrados los últimos meses… Poco
después, desayunada e informada, llegó mi mujer y más tarde fueron llegando
nuestros hijos.
Si cuando vaciamos
el piso hicimos una limpieza de la que se beneficiaron desde los Traperos de
Emaus hasta los contenedores de ropa, ayer le dimos una vuelta de tuerca y ya
tenemos media docena de cajas con material para reciclar o para darle un uso
que nosotros no le vamos a dar a objetos que no hacían otra cosa que ocupar
espacio y acumular polvo. Por poner dos ejemplos, una colección de 12 copas de
cognac (en casa no bebemos) o una preciosa azucarera que nos regalaron por
nuestra boda, tan bonita como poco práctica.
Empezamos a vaciar
las cajas y a llenar las estanterías, los cajones y las baldas con libros,
fotos, recuerdos, aparatos diversos… y la radio que sigue sin aparecer.
Y la primera gran
crisis: estamos sin internet. Para quienes el acceso a la red es tan vital y
tan de primera necesidad como la luz y el agua, es un jarro helado de ídem.
Una parada
para comer, volvemos a casa de la ama y mientras mi mujer hace la comida, yo
voy preparando cosas para llevar. Poco después de las tres estábamos de vuelta
y seguimos con la cajas, los armarios…
Empezamos a probar
los electrodomésticos. Funcionan. Son intuitivos y fáciles de manejar… para
alguien como mi hijo, que nació en un mundo digital, y no tan sencillos para
alguien como yo, a quien no obedecen los dispositivos táctiles. ¡Qué nostalgia
de aquellos móviles con teclas!
A las ocho de la
tarde, destrozados, dejamos el piso más o menos habitable, aunque sin internet,
y volvemos a nuestra segunda casa, a ochocientos metros de la que acabamos de
dejar. Mientras mi mujer hace la cena, yo pongo una lavadora y cuelgo la ropa.
Por segundo día
consecutivo, en no sé cuántos años, tampoco enciendo el PC y me acuesto de mal
humor después de escuchar que han detenido a Puigdemont, tras encarcelar la
víspera a la plana mayor de los independentistas catalanes, mientras siguen
en la calle los Ratos, los Urdangarines y todos los políticos corruptos y
ladrones.
Escribo este post
desde el curro, una vez terminada mi jornada laboral, antes de volver a casa y
seguir con el come back, con la
esperanza de que nos hayan devuelto la conexión a internet y de que aparezca la
radio.
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