Se escapó de la
cena en cuanto vio la primera oportunidad. Y tuvo que esperar al cambio de día.
Poco después de las doce, la cuadrilla de su hermana se levantó de la mesa y se
apuntó al grupo, aduciendo que así la acompañaban a casa, a menos de
trescientos metros del local de la Peña, al que habían entrado poco antes de
las diez de la noche. Todos sabían que al día siguiente tenía que trabajar y no
le pudieron muchos peros a su marcha. Si acaso, la decepción de un par de
tipos, ya bastante pasados con la bebida, que les había puesto en el estado de
euforia suficiente como para atreverse con una hembra que estaba muy por encima
de sus posibilidades.
Le gustaban los
Sanfermines, pero le gustaban mucho más cuando tenía menos años y menos
responsabilidades, cuando todavía no había creado el personaje que representaba
o lo tenía menos desarrollado. Le gustaba la sensación de desmadre total que le
evocaba la letra de aquella vieja canción de Blur, que dice algo tan equívoco como: ‘Chicas que son chicos, a los que
les gusta que los chicos sean chicas, que se lían con chicos como si fueran
chicas, que se lían con chicas como si fueran chicos.’ De
todo había probado y de casi todo se había tenido que privar para sostener la
posición de una mujer que compite en inferioridad en un mundo hecho a la
conveniencia de los hombres.
Llevaba toda la
semana en blanco, pese a no haber faltado a los eventos que le
ofrecía el amplio programa festivo, siempre acom-pañada, cada vez con un grupo o
cuadrilla distinto: amigos, Club, trabajo, colegio, universidad, familia... con los que
había estado en el encierro, en la plaza de toros, en las verbenas, en un par
de conciertos y en las inevitables cenas, que le aburrían más cada día. Hacía
tres o cuatro noches, no se acordaba bien, tuvo el impulso de intimar con un australiano
atlético, con pinta de surfero, que se puso a bailar con ella en el concierto de
Berri Txarrak, al que se vio
arrastrada por su cuadrilla abertzale.
No terminó de cuajar la faena porque el chico, que era de postal: rubio,
barbilampiño, con el pelo ensortijado, sin camiseta, luciendo bíceps,
pectorales, dorsales y abdominales en su justa medida, le recordó a esos toros
mansos a los que el matador, en este caso ella, tiene que hacer toda la faena.
Si hubiera sido en otra plaza o hubiera estado con desconocidos, se hubiera
entregado, pero en su plaza y ante su público abertzale, decidió que convenía más hacerse la dura y despachó al
niñato con displicencia, como esos toreros que mirando al tendido
señalan al toro y hacen gestos para denunciar la poca casta de la res.
La cuadrilla de su
hermana pequeña resultó ser media docena de chicas tan desinhibidas como ella
lo había sido a su edad. Vaya con la hermanita, tan modosita ella. Iban a un
concierto en la Plaza de los Fueros, que se anunciaba como DJ Txurru. Al pasar delante del portal de su casa, se despidió de
todas, con sonoros besos y se permitió catar a una rubia muy neumática, a la que había visto alguna vez en el Club con un bañador dos tallas menor que el que le correspondía, que no les hizo ascos a las manos que calibraron su culo ni a los ojos que taladraron sus tetas, y se despidió dándole un casto pico en la boca. Esa chica prometía.
Sofocada, fue a
sacar las llaves del portal, que colgaban en el interior de su camiseta, cuando
sintió una mano en su cintura, un cuerpo pegado al suyo y el aliento cálido de un chico, que le dijo al oído:
‘Deja algo para los demás, tía.’
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