Foto El Corte Inglés |
Ven con poca ropa, que no tenemos
tiempo que perder –decía el whatsapp que recibió de Iria, justo
cuando estaba pensando qué ponerse para la cita. Por un momento, pensó en un look makarra, como el de CR7: camiseta de tiras y
pantalón corto, pero, tras pensárselo mejor, decidió ser fiel a su imagen. Se
puso unos pantalones de lino crudo y un polo azul marino, que le quedaba como
un guante, y salió de casa a las 21:40. Yendo tranquilo, a pie, tardaría quince
minutos.
La
tarde noche era magnífica, con apenas veinte grados de temperatura y una luz, que sin ser la de la noche de San Juan, le permitiría llegar a casa de Iria antes de que el sol se escondiera por
la ría de Pontevedra.
Había
estado una vez allí; una casa unifamiliar, en la Avenida de Buenos Aires, a
la altura del puente peatonal Celso Emilio Ferreiro, que comunicaba ese lado
del río Lérez con la Illa das Esculturas; un lugar privilegiado,
que consiguió gracias a los buenos oficios de su padre, el notario. Se la podía
permitir. Había hecho una reforma total de la planta baja, dejando una pequeña
cocina, un salón funcional, y un gimnasio con pesas, bici estática y una cinta
para correr en invierno, cuando el frío o la humedad desaconsejaban salir a la
calle, e invitaban a entrenar con vistas al río.
Puente peatonal Celso Emilio Ferreiro |
Su
habitación, sencilla y funcional, estaba en la primera planta. Vivía sola y de
las tareas domésticas se encargaba la buena de Carmiña, que era como de la familia. Tenía 50 años y se había
ocupado de Iria desde que nació.
Tenía entrada libre, salvo cuando la niña (Iria)
le ponía un whatsapp con el texto do not disturb. La última vez que lo
hizo fue el 13 de julio, justo hacía una semana.
En
ese encuentro iba pensando Mario,
mientras caminaba por la orilla del río. Aquel día, acababa de correr un 1.500,
el último de la temporada. Había hecho marca personal, sin bajar de cuatro
minutos y una sensación agridulce, combinada con el ácido láctico, le corría
por las venas. Se quitó la camiseta y se topó de bruces con Iria, que acabada su sesión vespertina,
todavía sin ducharse, se había quedado a ver las pruebas.
Estadio da Xuventude |
Se
conocían de toda la vida porque sus padres frecuentaban los mismos círculos
elitistas de Pontevedra. Un notario y un abogado que habían inculcado a sus
hijos el hábito del deporte. Para Mario,
Iria había sido como una hermana
mayor, hasta que las hormonas le hicieron cambiar de opinión, aunque una chica
cuatro años mayor y portada de revistas le pareciera inaccesible.
El
poco trato que tenían ahora era muy natural. Coincidían en las pistas del
Estadio da Xuventude y cuando Mario
era más joven hasta habían hecho series
juntos. Luego, a medida que él fue mejorando sus marcas, se distanciaron en la
faena. Desde que empezó a trabajar, se veían mucho menos.
Aquel
13 de julio, Iria, tras darle los
dos besos de rigor y un cachete en culo fue al grano:
- Estás
cada día más bueno, Mario. No sabes
cómo me pone verte así, sudado, sin camiseta y jadeando todavía.
- No
me tomes el pelo, Iria, que me lo
creo ¿eh?
- Mira,
chaval, ahora mismo no hay nada mejor que tú en dos kilómetros a la redonda, llevo
más de un mes sin echar un buen polvo y créeme que lo necesito.
- ¿Hablas
en serio?
- Recupera,
come y bebe algo y vente a casa. Ya sabes donde vivo. ¡Ah! No te duches ¿eh?
En esas estaba pensando
Mario cuando llegó. Si hacía una semana había ido sudando y vestido con un
chándal, esta vez llegaba reciben duchado y afeitado, decentemente vestido y
mucho más excitado que entonces, cuando Iria le recibió en la puerta, también sudada
y con una camiseta de algodón de la talla XL, sin nada debajo. Eran las 21:55 y
tocó el timbre.
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