En vivo y en directo grité: ¡penalti! Grité ¡penalti! como simpatizante que soy del Real Madrid… y porque estaba muerto de sueño y quería evitar la prórroga. Luego, viendo una y otra vez la repetición de la jugada, confirmé mi primera impresión: hay falta a Lucas Vázquez. Sin embargo, con más calma, después de reposar las imágenes y consultarlas con la almohada, creo que el árbitro tomó una decisión equivocada. Un partido así merecía otra resolución.
Creo hablar con conocimiento de causa. Durante trece años, entre 1973 y 1986, fui árbitro de fútbol. Con sus luces y sus sombras, guardo un gran recuerdo de esos años, en los que construí mi personalidad y aprendí a tomar decisiones; algunas tan banales como un saque de banda y otras tan relevantes como un penalti contra el equipo local, en el minuto 87 del último partido de Liga, que supuso su descenso de categoría… y un enorme riesgo físico para mí, que recibí el impacto de una piedra del tamaño de un puño en el estómago. Si me da en la cabeza… En esta vida, todas las decisiones que tomamos tienen consecuencias.
Con el tiempo, al revisar alguna de las miles de decisiones que tomé en esos trece años, he llegado a pensar que me las podría haber evitado. No en el caso del penalti que cito, que fue por una patada indiscutible y hasta casi alevosa, sino en ocasiones en las que actué más como árbitro que como juez.
En el diccionario de la R.A.E. la primera acepción de árbitro es: ‘Que decide con sus propios criterios.’ En ese mismo diccionario, la primera acepción de juez es: ‘Persona que tiene autoridad para juzgar y sentenciar y es responsable de la aplicación de las leyes.’ Parece más amplio ¿verdad? Y también más complejo. Quedémonos con eso de responsable de la aplicación de las leyes.
¿Por qué toma el árbitro inglés una decisión cuyas consecuencias eran tan previsibles, sin tener la absoluta certeza de que esa decisión no puede ser contestada ni discutida? Digo consecuencias previsibles porque previsible era el enfado y hasta la indignación de Buffon, que derivó en su expulsión. Digo previsible porque era poco previsible que el Real Madrid reclamara penalti con la pelota en las mano del portero de la Juventus, tras un contacto como tantos otros entre un defensa contundente y un delantero frágil. Digo previsible porque los dos equipos aceptaban la prórroga como mal menor.
En este punto, permitidme un paréntesis para hablar de expectativas. En el mundo del marketing y de la calidad se habla de superar las expectativas del cliente. El árbitro inglés superó de largo las expectativas del Real Madrid y consiguió un cliente más que satisfecho, pero defraudó, también de largo, las de la Juventus, que esperaría que ese contacto se saldara como un lance de juego.
He leído que el árbitro tiene 33 años. Me atrevería a apostar que con 43 años no hubiera tomado esa decisión. Y apostaría también a que, tomada la decisión, ya en frío, la habrá revisado una y otra vez y, tal vez, habrá llegado a la conclusión de que la mejor decisión, en esa jugada, hubiera sido no tomar ninguna decisión.
Los jueces de verdad, no los árbitros de fútbol, tienen la oportunidad de revisar sus decisiones. Estaría bien que los jueces de la Audiencia Nacional o del Tribunal Supremo, que han decidido que unos jóvenes de Alsasua lleven más de quinientos días en la cárcel por un altercado con un guardia civil de paisano, o la prisión incondicional de los políticos independentistas catalanes, revisaran esas decisiones y pensaran en cómo están aplicando las leyes, algo que sí ha debido pensar el juez alemán que ha decidido que Piugdemont esté en la calle, a cambio de una fianza de 75.000 €.
Necesitamos más jueces de verdad y menos árbitros. Y, sobre todo, menos hooligans.
Necesitamos más jueces de verdad y menos árbitros. Y, sobre todo, menos hooligans.
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