El pasado 22 de julio publiqué Viernes 13. Sanfermines. Tenía un final abierto y podría continuar así:
Eran las seis de la mañana del 14 de julio. Veinticuatro horas después, seguía aturdido. Aunque lo había intentado, apenas había podido dormir y continuaba lamentándose por haberse ofrecido voluntario para ese turno. Nunca fue muy fiestero y mucho menos sanferminero. De chaval y hasta bien entrado y casi salido de la adolescencia, durante los Sanfermines, se escapaba de Pamplona con sus padres y su hermana, para irse de vacaciones, casi siempre con un plan de hotel todo incluido, en alguna playa de Cádiz, Málaga o Canarias, que financiaban con el alquiler del piso en la Plaza del Castillo, herencia de sus abuelos. Allí habían vivido hasta hacía diez años, cuando se mudaron a la calle de la Media Luna, cerca del Club Natación Pamplona, que había sido su segunda casa.
Eran las seis de la mañana del 14 de julio. Veinticuatro horas después, seguía aturdido. Aunque lo había intentado, apenas había podido dormir y continuaba lamentándose por haberse ofrecido voluntario para ese turno. Nunca fue muy fiestero y mucho menos sanferminero. De chaval y hasta bien entrado y casi salido de la adolescencia, durante los Sanfermines, se escapaba de Pamplona con sus padres y su hermana, para irse de vacaciones, casi siempre con un plan de hotel todo incluido, en alguna playa de Cádiz, Málaga o Canarias, que financiaban con el alquiler del piso en la Plaza del Castillo, herencia de sus abuelos. Allí habían vivido hasta hacía diez años, cuando se mudaron a la calle de la Media Luna, cerca del Club Natación Pamplona, que había sido su segunda casa.
La natación había sido el eje de su vida. Desde que, siendo un chaval, madrugaba para
entrenar antes de ir a colegio, hasta que volvía para la sesión de la tarde,
llegando a casa, justo para cenar, exhausto y hambriento. Así un día y otro. Y tan a gusto. Además, julio era un mes de competiciones, antes, y ahora de travesías por las
playas de la costa vasca, que no se quería perder.
Justo hacía una semana, el mismo 7 de
julio, había nadado en la Travesía del Urumea, en Donostia, de donde era su
madre, siendo una vez más segundo, y teniendo que escuchar, una vez más,
aquello de qué hace un navarro nadando hoy aquí. Este fin de semana, no tenía
nada y el siguiente, el 22 de julio, quería probar en la Travesía de la
Sardina, que hace el recorrido al revés del de la canción: de Bilbao a
Santurtzi. Nada menos que 11,5 km. Por eso, para librar ese día, había cambiado
el turno, sin ninguna dificultad, porque muy pocos compañeros querían trabajar
en Sanfermines, bien porque les tiraba la fiesta, bien porque era de las
semanas más perras del año para la Policía Foral de Navarra.
A su padre, médico,
le hubiera gustado que él siguiera la tradición familiar, pero lo que Asier
quería estudiar era lo que ahora se llamaba Ciencias de la Educación Física y
el Deporte, cerca de casa, en Vitoria, en la jerga IVEF, o en Madrid, en la
jerga INEF. La oposición radical de sus padres, aliada con la nota de la
selectividad, que le dejaba fuera por unas centésimas, acabaron con él en la
Universidad Pública de Navarra para cursar un Grado en Ingeniería de
Tecnologías Industriales, tras un último y fallido intento de su padre por
matricularle en el Campus de Donostia de la Universidad de Navarra para
estudiar el Grado en Ingeniería Biomédica. Se había especializado en
Electrónica Industrial y había tardado seis años en terminar, porque su
prioridad había sido la natación, hasta que, por la vía de los hechos, se convenció
de que no se ganaría la vida en la piscina.
Nada más terminar
la carrera, a espaldas de sus padres y de casi todos sus amigos, y con el apoyo
incondicional de su novia de toda la vida, se había presentado a la
convocatoria para 37 plazas de Policía Foral, que había superado con facilidad,
acabando en el segundo lugar de la promoción, lo que le dio derecho a elegir un
buen destino en la Comisaría de Pamplona. Para su sorpresa, la noticia fue bien
recibida por sus padres, aunque no tanto por su hermana pequeña, Andrea, a la que
adoraba... aunque les había salido podemita.
Le gustaba su
trabajo, no sólo porque le permitía disponer de mucho tiempo libre; también porque
encajaba con su estilo personal, su sentido del orden, la disciplina y la justicia; y por la gratificación
que da sentirse útil y tener la oportunidad de comprobarlo, aunque para ello se
tuviera que darse un baño casi diario de realidad con las miserias de la
condición humana.
Y por una de esas miserias seguía aturdido veinticuatro horas después de perseguir por el parque de la Cuidadela a un joven al que buscaban por agresión sexual, lanzarse sobre él e inmovilizarlo con una llave de judo, para descubrir que era Aitor Leguina, que le había reconocido y le saludó así: ‘Tú tenías que ser, zipaio de mierda’.
Y por una de esas miserias seguía aturdido veinticuatro horas después de perseguir por el parque de la Cuidadela a un joven al que buscaban por agresión sexual, lanzarse sobre él e inmovilizarlo con una llave de judo, para descubrir que era Aitor Leguina, que le había reconocido y le saludó así: ‘Tú tenías que ser, zipaio de mierda’.
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