Aquel domingo 2 de mayo, a las siete de la mañana, hacía frío en las calles de Pamplona, pero dentro del Hospital de Navarra, en la sala de observación, la temperatura era agradable. Tras unas horas muy inquieta, echando de menos el teléfono móvil, que se habían quedado sus padres, con un leve dolor de cabeza, que había remitido con la medicación, y numerosas idas y venidas de enfermeras y auxiliares para preocuparse por su estado y hacerle todo tipo de pruebas, se había quedado completamente dormida. Se despertó sin saber muy bien donde estaba, oliendo a sudor viejo y vestida con una especie de camisón, cuando ella acostumbraba a dormir desnuda.
Miró a su alrededor y se hizo cargo de dónde estaba y recordó el poco caso que le hicieron cuando, tras quitarle la ropa para ponerle un camisón abierto por la espalda, les dijo a las dos chicas que la atendían que quería ducharse. Llevaba casi catorce horas allí y lo último que recordaba del exterior eran los besos de sus padres, la cara del chico de la Cruz Roja, tan guapo y tan preocupado por ella, y la que, de lejos, le puso su compañera Nagore, cuando estaba coqueteando con él.
Nagore era la Messi del equipo, la que había metido el gol, una chica menuda, con pinta de mosquita muerta -¿sería mejor decir pulguita, por lo de Messi?- con la que tenía un rollete que iba poco más allá de algunas caricias, algún besito, muchas miradas cómplices en las duchas, y una ristra de mensajes subidos de tono en el móvil, que Rebeca había tenido buen cuidado de ir borrando. Todo muy normal entre chicas adolescentes que comparten muchas horas, muchos sueños y muchos objetivos en el entorno cerrado de un equipo de fútbol, en el que se asumía, se toleraba y hasta se reivindicaba la atracción romántica, emocional y hasta sexual con y por otras chicas. Rebeca entendía la sexualidad como algo lúdico y placentero, sin importar demasiado el qué, el cómo y el quién, pero era consciente de que no todas las chicas pensaban así. Le gustaba mucho la carita de Nagore, su cuerpo menudo y casi de niña, su ingenio, lo bien que hablaba y escribía y la malicia que tenía para poner motes a los chicos, algunos tan celebrados y crueles como zazpi-buru o hanka-puta. Y le encantaban los chicos como el Asier de ayer, tan modosito, tan cortado y con un cuerpo que quitaba el hipo. A saber qué se le habría ocurrido a Nagore para caricaturizarle.
Se imaginaba la cantidad de mensajes que le habría mandado Nagore y el tono de los mismos, y esperaba el momento de ver los dos que le había mandado Asier. Miedo le daba que su madre se pusiera a curiosear. Seguro que vendría para las ocho de la mañana, que era cuando podían visitarla los familiares y confiaba que para entonces pudieran mandarla a casa. Pensaba que en unos minutos pasaría el médico para informarle de su estado y su idea se confirmó cuando vio acercarse a un tipo que vestía una bata blanca, de la edad de su padre, aunque bastante más bajo, bastante más ancho y bastante más calvo que venía acompañado por un chico que sonreía tímidamente y que le hizo dudar si estaba despierta o seguía soñando.
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