Después del lapsus
del ascensor, retomo el relato del frustrado objetivo de Las 3 Grandes. Vistas las expectativas levantadas por la primera entrega, me habéis puesto el listón muy alto. Allá voy.
Tras más de dos
meses sin correr, disfruté tanto en la International Breakfast Run y llegué
tan fresco –a un ritmo que ahora mismo no alcanzaría en la competición- que
empecé a soñar con que, si se alineaban todos los astros, igual hasta acababa
el maratón.
Perfectamente
ubicado en el cajón al que me había inscrito, esperé pacientemente la salida,
abrigado por el calor humano y una sudadera blanca con el anagrama negro de kutxa, que arrojé antes de salir y
quedó colgando de la rama de un árbol. Dado lo llamativo de la prenda, conservo
la esperanza de verla algún día en el cine, vistiendo a un traficante de crack.
Poco después de
atravesar el larguísimo puente de
Verrazzano (1298 metros), hice mi primera parada para beber y estirar. Repetí
la maniobra cada dos millas y mientras tanto fui haciendo la goma con un grupo
que rodaba más o menos a 4:30-4:40/km. Iba sorprendentemente fácil por las largas
y amplias avenidas de Brooklyn, disfrutando del paisaje, el ambiente, la
música y toda la parafernalia que rodea a la carrera. Pasé el medio maratón en
1:39 y pensé que tenía que bajar el ritmo si quería llegar.
Al paso por el
puente de Queensboro, puerta de entrada a Manhattan, el viento soplaba
inmisericorde y una de las tiras de la camiseta (talla S) bajó a la altura del
codo.
La entrada en la Primera
Avenida, superado el km 25, me puso la carne de gallina y con unas ganas de
mear que no podía reprimir. Tanto beber, es lo que tiene. ¿Dónde me paro?
Aquello estaba abarrotado de gente a uno y otro lado y había policías como
armarios cada pocos metros. Antes de llegar al km 30, en plena First Avenue y ante la hierática mirada de un poli, hice aguas y me sentí
aliviado.
Todavía con el
freno de mano, hicimos una breve
incursión en el Bronkx, comprobando que las películas no mienten, y entramos en
Harlem por la Quinta Avenida. Al llegar al km 35, iba como al principio, no me
dolía nada, no tenía noticias de el muro
y, sin querer al principio y con ganas después, fui recogiendo cadáveres de
quienes sí habían visto el muro y
mantenían una desigual pelea contra él.
Ya en Central Park,
alguna de sus cuestas me cortó la euforia, que ya me desbordaba al paso por la
calle 59, al entrar en la última milla de la carrera. Entre el gentío, donde
habíamos quedado el grupo, pude reconocer a mi mujer, que me miraba atónita,
porque apostaría que ni en el mejor de sus sueños hubiera pensado verme allí y
verme así. Como el tiempo no importaba, me paré un momento, le di un beso y
llegué en una nube, mientras el reloj señalaba 3:14:13. No me lo podía creer.
Me resultaba
inexplicable cómo había sido capaz de terminar un maratón sin haber corrido
nada los dos meses anteriores. Y me tiraba de los pocos pelos que me quedaban
por haber sido tan extremadamente prudente y haber hecho tantas paradas para
beber y estirar y hasta una para mear.
Lo que son
difíciles de explicar son las agujeras de los dos días siguientes, que me
martirizaron cada vez que tenía que bajar un escalón. Y estando todo el día en
la calle…
Ya recuperado, de
vuelta en casa, pasé una envidia espantosa asistiendo como espectador a la
llegada de la B/SS, después de haber hecho un rodaje de 16 por debajo de
4:00/km. ¡Qué tiempos aquellos!
Lo de Las 3 Grandes se quedó en una. Desde
entonces han pasado 23 años, y la ciática y yo coexistimos más o menos
pacíficamente. No conseguí bajar de 2:40 en maratón, tampoco mejoré mi marca de
la B/SS (1:12:12 en 1991) y aguanto lo más dignamente que puedo los estragos de
la edad.
Eso sí, el domingo siguiente a mi cumpleaños, sigo disfrutando de una de las Grandes: la B/SS. El domingo será la 27ª.
Eso sí, el domingo siguiente a mi cumpleaños, sigo disfrutando de una de las Grandes: la B/SS. El domingo será la 27ª.
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