Los primeros años
de la década de los 90, ya M35, fueron los más fructíferos en mi modesta
trayectoria atlética, que tiene su punto de inflexión el 26 de agosto de 1994,
justo después de hacer mi marca de 5.000 metros (16:31), no oficial, en una
carrera organizada por el entonces numeroso y competitivo grupo de korrikutxalaris.
Esa misma noche, durmiendo, la ciática irrumpió despiadada, dejándome cojo y
privándome del objetivo de hacer Las 3 grandes en el corto espacio de cuatro
semanas.
La primera sería el
Maratón de Donostia, el 16 de
octubre, con el objetivo de mejorar mi marca del año anterior (2:40:45) y bajar
de 2:40. Faltaban 7 semanas y estaba en el buen camino.
Tres semanas
después, el 6 de noviembre, un día antes de cumplir 39 años, con el objetivo de
llegar y disfrutar de la carrera, correría el Maratón de New York.
Y una semana
después, ya de vuelta a casa, la 30ª edición de la B/SS, también sin objetivos de marca y ofreciéndome como liebre
para quien quisiera bajar de 1:20.
Lo que iban a ser
siete semanas intensas de correr, se transformaron en un peregrinar entre
médicos y fisioterapeutas. Obviamente, no corrí el maratón de Donostia y fui
a New York porque insistió mi mujer,
teníamos el viaje pagado desde febrero y éramos un grupo de amigos y compañeros
de trabajo, además de un amplio equipo de chicas del C.D. Fortuna.
Ya recuperado,
aunque no del todo, de la ciática, tomé la salida en New York la fría mañana
del 6 de noviembre. El primer objetivo era salir y sentir el ambiente. El plan,
llegar hasta donde pudiera, parando a beber y estirar cada dos millas. Para el
más que previsible abandono, llevaba varios billetes de 10 $ con los que pagar
un taxi que me devolviera al hotel, muy cerca de la llegada en Central Park.
Entonces no había
teléfonos móviles (o yo no lo tenía) y quedé con mi mujer en un punto concreto
de la llegada, que habíamos decidido tras la inspección previa de la víspera, después
de la International Breakfast Run. Es una carrera que no sé si se sigue
celebrando, que salía, creo recordar, del edificio de las Naciones Unidas y
llegaba hasta Central Park. Era como un calentamiento lúdico-festivo en el que
atletas de todas las nacionalidades, provistos de banderas y demás señales
identificativas, corrían una distancia aproximada de 5 ó 6 km. Al llegar a la
meta, el desayuno consistía en café americano a discreción y una madalena
gigante.
Ahora que –a mi modo de ver, tristemente- las
banderas están tan de moda, recuerdo una
anécdota curiosa en el ascensor del hotel. El pack del viaje incluía un chándal azul marino con un distintivo nada discreto de la bandera
de España. Yo me lo había puesto para una foto de grupo y subía raudo a la
habitación a cambiarme. Ni he sido, ni soy, ni creo que seré banderizo y me sentía incómodo. Conmigo
se montó un atleta italiano, que vestía un chubasquero azzurro de 'todo a cien' con el escudo de Italia. Mi cerebro reptiliano se adelantó al racional y, por
gestos, le propuse el cambio: mi chándal por su chubasquero. Soy bastante
desinhibido para lo de quitarme la ropa e hicimos el cambio allí mismo. Entré
en mi habitación en calzoncillos y no tengo constancia de que me viera nadie.
Aquel italiano todavía se debe estar preguntando quién era
el capullo que le cambió un chubasquero cutre por un chándal de tactel, tan de
moda entonces y tan denostado ahora.
Bueno, que me voy
del tema y ya me he enrollado mucho. Mañana, más.
Zorionak retrasadas y gracias por informarnos y entretenernos. Leer tu blog es un placer.
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