Bueno, ya pasó.
Miró el reloj, que marcaba la 1:30. Estaba en casa, a salvo. La tortura, física
y, sobre todo, psíquica, apenas había durado media hora, en la que trató
mitigar el dolor, a costa de un suplicio mental que le seguía
castigando, llevándole de la rabia a la resignación y de la venganza a la
flagelación, pasando de largo por la estación de la autoestima y cerrando las vías del perdón.
Buscó en el móvil
el teléfono de Iñaki, lo apuntó en un papel y le puso un whatsapp con el móvil que utilizaba para camuflar su identidad, que
no quería comprometer bajo ningún concepto. Contaba con que estuviera despierto
y suficientemente sobrio: ‘Iñaki, cuando
puedas, llámame a este móvil. Estoy en un gran apuro. Cuando lo hagas, sabrás
quién soy, pero, por favor, no me llames por mi nombre.’ Esa era la clave
para que la pudiera identificar.
Iñaki Ilundain era
un viejo amigo de la facultad, posiblemente su mejor amigo, incluyendo a las
mujeres, con el que, puntualmente, se permitía algún desahogo sexual. Abogado penalista, trabajaba en el despacho de su padre y, pese a su juventud,
se había ganado una cierta reputación, gracias a un par asuntos localmente
mediáticos. Su simpatía natural, su elegancia en el vestir y su apostura
causaban estragos entre la grey femenina del Palacio de Justicia de Pamplona.
No tardó ni un
minuto en recibir la llamada: ‘Gabon,
princesa sin nombre ¿qué desea de este humilde súbdito?’. Por el tono, se
le notaba alegre, aunque no demasiado achispado. Estaba en la calle. El ruido
de fondo, le hacía levantar la voz. Y acompañado, por las bromas que se
mezclaban con su voz.
Sabía que con él
podía ser muy directa y no se cortó: ‘¿Puedes
subir a casa? Antes de que lo digas,
no es para follar ¿vale? No tengo la madalena p’a pespuntes’
La carcajada
evidenció que se lo tomaba bien: ‘Estoy
muy cerca. Dame cinco minutos’. Y colgó. A la 1:40 sonó el portero
automático y dos minutos después le abrió la puerta de casa. Se la encontró
vestida con una amplia camiseta, mientras que en suelo reposaban unos
pantalones blancos no demasiado sucios, unas bragas rotas y una camiseta
desgarrada. El pañuelico rojo seguía
anudado a su cuello, que presentaba marcas que solo apreció cuando ella se abalanzó
sobre él.
‘Gracias por venir, Iñaki’, le
dijo, mientras se aferraba a él con todas sus fuerzas y rompía a llorar. Eran
las lágrimas contenidas hasta entonces por la humillación, la furia, la
indignación, la ira, la impotencia, la desesperación, el resentimiento, la
repulsión, la repugnancia y el asco, que se desbordaron en un vómito
incontrolable, que estalló entre los dos. ‘Me van
violado’, consiguió articular con la voz entrecortada por un llanto
inagotable.
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