Mario
Vargas Llosa es uno de mis autores favoritos y si hablamos de novela el number one. Acabo de
terminar la última, en la que vuelve a los paisajes de su infancia y su primera
juventud. Si Conversaciones en la catedral (1969) se abre con la ya
famosa frase: ¿En qué momento se había jodido el Perú?, en El héroe
discreto nos podríamos preguntar cuándo empezó a arreglarse.
A
través de personajes de carne y hueso, descubrimos comportamientos ejemplares de
personas que, a pesar de sus flaquezas, hacen bandera de la decencia y son
capaces de gestionar, desde una gran compañía de seguros hasta una modesta
empresa de transportes. Porque de dos héroes discretos –y no de uno- nos habla
MVLL: el modesto transportista de Piura, Felícito
Yanaqué, y el empresario limeño Ismael Carrera, que
plantan cara a los extorsionadores y a su propia familia.
La
novela recupera personajes como el honrado sargento Lituma (Lituma en los
Andes) o el refinado caballero Don Rigoberto (Los cuadernos de Don
Rigoberto), proyectándolos en el tiempo y estableciendo un nexo de unión con
novelas anteriores en la que nos presenta un Perú mucho más hostil.
Con
humor, ironía y hasta un toque de culebrón venezolano, MVLL nos narra una
historia que encierra una moraleja sociopolítica, en la que los malos son
castigados y en la que los buenos, los héroes discretos, encuentran su
recompensa, en el amor de sus personas queridas, la buena marcha
de sus negocios y la concreción de sus pequeños sueños terrenales.
Todo
ello con la elegante prosa que le hizo acreedor al Premio Nobel de Literatura
(2010), el Cervantes (1994) o el Príncipe de Asturias (1986), aderezada de
expresiones locales, como el ‘che guá’, que
graciosamente repiten sus personajes a lo largo de las casi 400 páginas de la
novela.
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