A sus 54 años, a Miguel García Bengoechea le
seguía sonando raro que le llamaran Don Miguel. Ese tratamiento se lo daban
desde que, con veintiocho, superó las oposiciones, que le dieron una plaza de
notario en Elizondo. Nacido en Bermeo, fue uno de los pocos hijos únicos de
aquella época. Su padre, Víctor, natural de Santa Eugenia de Ribeira, era uno
de aquellos gallegos adustos y ahorradores, que desayunaba con una copa de
orujo y no probaba una gota de alcohol hasta el siguiente desayuno. Llegó a
Bermeo cuando era poco más que un chaval, atraído por la entonces potente
industria pesquera de la costa vasca y no tardó en enrolarse en un cascarón que
partió a Terranova, a la pesca del bacalao, en la que durante varios años y
tras múltiples penalidades, consiguió ganarse la confianza del armador, que lo
embarcó como segundo de a bordo en un atunero. Ganó en calidad de vida y pudo
casarse con una jovencita del pueblo, cuarta de las cinco hijas de una familia
venida a menos, tras el fusilamiento de su abuelo, marino, que pagó con su vida
su lealtad a la República tras el golpe de estado de Franco que desencadenó la
guerra civil española.
Magdalena Bengoechea era una chica normal, ni
guapa ni fea, ni alta ni delgada, ni gorda ni flaca, ni alegre ni seria, que a
los 24 años se asomaba peligrosamente a la condición de neskazarra y que, harta de cuidar a su familia, se agarró como a un
clavo ardiendo a aquel gallego adusto, tímido, más bien alto, flaco y desgarbado,
fumador empedernido, que la sacó a bailar en la verbena de las fiestas de Andra
Mari. Fue un noviazgo corto para la época, que acabó en boda, el 11 de mayo de
1963, por un embarazo prematuro que disimulaba el traje nupcial negro que se
estilaba entonces. Don Roberto, el cura, venció la oposición de su familia, que
fue finalmente derribada por el piso que aquel gallego había comprado con sus
ahorros y pagado a tocateja en la calle San Miguel.
Miguel nació el 7 de noviembre y siempre pensó
que debía su nombre a la calle donde vino al mundo. Fue un niño enfermizo que
apenas conoció a su padre, casi siempre en la mar, sacado adelante gracias a
los cuidados de una madre abnegada y emprendedora, que con los ahorros que
seguía generando su marido puso una mercería en la que, con gran escándalo, se
vendieron en el pueblo los primeros bikinis de los últimos años sesenta.
Miguel estudió en el Colegio del Sagrado Corazón. Fue un estudiante que destacaba en todas las asignaturas, salvo en
la educación física. Jugaba muy mal al fútbol, tenía terror a todos los
aparatos de gimnasia, nunca consiguió rodar una chiva, perdía todas las canicas
y prefería pasar los recreos leyendo en una esquina del patio, soportando las
mofas de los demás chicos y hasta algún empujón o zancadilla cuando trataba de
escapar del acoso de sus compañeros al empollón de la clase y al pelota de todos los frailes, que era la
imagen que los demás tenían de él.
El tabaco se llevó por delante a su padre, por un
cáncer que dejó una viuda de 42 años y un hijo de 17 a punto de entrar en la
Universidad. Desde entonces, Miguel García Bengoechea, que como todos los
chicos de su edad había empezado a fumar, dejó radicalmente el vicio y
emprendió una cruzada contra el tabaco, muy dura al principio, con el viento
social en contra, y mucho más reconocida con el tiempo, que estaba llevando a
la estigmatización de los fumadores.
Contra el empeño de su madre, que quería tener un
médico en la familia, se decantó por la carrera de Derecho, que completó
brillantemente en la Universidad de Deusto, en la que coincidió con algunos
jóvenes cachorros de la oligarquía de Neguri. Entonces nadie hablaba del networking, pero aquellas relaciones le
habían sido muy útiles en su vida profesional.
El cambio del ambiente rural y pesquero de Bermeo
al de una ciudad como Bilbao, en la que podía pasar totalmente desapercibido,
le fascinó. Los dos primeros años estuvo alojado en una pensión del barrio de
San Ignacio, regentada por dos hermanas solteronas, con la compañía de otros
siete estudiantes, todos giputxis,
que compartían habitación de dos en dos. A él le tocó en suerte un chaval de Azpeitia,
de nombre Gabino, más conocido como Gabilitro,
estudiante de medicina en Lejona, con el que apenas coincidía por el régimen de
vida tan dispar que llevaban uno y otro. Mientras Miguel cenaba en la pensión
el rancho que les ponían las hermanas, Gabino salía a potear por los bares de
la zona. Para cuando volvía, no siempre sobrio, él ya llevaba tiempo dormido y
no se desvelaba ni con el ruido, ni con los ronquidos del inquilino de la cama
de al lado, en los que reparaba cuando se levantaba a las cinco de la mañana
para ponerse a estudiar, a esas horas en las que nadie hacía ruido, nadie le
molestaba y más despierta tenía la mente. Tampoco coincidían en el desayuno y
rara vez a la hora de comer porque Gabilitro
hacía del poteo una religión.
Contra todo pronóstico, Gabino Larrañaga terminó a
trancas y barrancas su carrera de medicina y casi treinta años después, era uno
de los más reputados traumatólogos de San Sebastián. Con él había quedado a las
cuatro y media para firmar las escrituras de un local en la calle San Martín,
donde, guiado por el olfato y el talento comercial que siempre había tenido –superior,
creía Miguel, a su más que acreditado ojo clínico- iba a abrir un centro de
medicina deportiva enfocado al creciente negocio del deporte popular, en el que
el propio Miguel había sucumbido, corriendo una docena de maratones.
Pero antes tenía que pasar por Zara para estar
con su hija, que le acababa de llamar hacía unos minutos, nada más salir de
casa. ¿Qué le iba a pedir Ane esta vez?
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