Cincuenta y tres horas después de llegar, Iñaki
seguía con ella. Cincuenta y tres horas en las que apenas había dormido y que
había dedicado a cuidar, a mimar, a escuchar, a comprender, a aceptar y a
tratar de consolar a una mujer que tenía por muy fuerte, incapaz de hacer nada
más que llorar, gritar y maldecir en los pocos momentos en los que no
permanecía silenciosa y encogida en posición fetal, de la cama al sofá y del sofá a la cama.
Apenas había podido dormir y no hacía más que
darle vueltas a la cabeza al desliz –lo tenía cada vez más claro- en el que
había incurrido al atender la petición de su amiga de presentar una denuncia
formal. El tipo ya estaba en la cárcel y, por el clamor popular, era muy poco
probable que saliera de allí en los próximos meses, pero él era un profesional,
conocía las leyes, conocía los a jueces y la conocía a ella, la conocía muy bien.
Y no es lo mismo una jovencita medio borracha que una mujer hecha y derecha,
que nunca había tenido reparos en ejercer su libertad sexual, aunque no fuera
políticamente correcta. Por muy fuerte que fuera, y ella lo era, la iban a
destrozar.
Se imaginaba a sí mismo en el papel del abogado
defensor del agresor y se veía con muchas posibilidades de salir airoso. Cuando
uno trabaja como abogado penalista, va perdiendo los escrúpulos y va siendo
consciente de las miserias a las que puede llegar un ser humano. No es
necesario ser la encarnación del mal para cometer actos atroces. Millones y
millones de alemanes, quizá el pueblo más culto y racional del planeta
entonces, habían sido cómplices del nazismo y de sus crímenes. Muchos miles de
ellos los habían cometido.
Hace cincuenta horas, después de que el amigo
escuchara, comprendiera, aceptara y consolara, tenía que haber entrado en
escena el profesional. Los dos de la mano, porque los dos eran la misma
persona, tenían que haber analizado con cuidado las consecuencias que se podían
derivar de esa denuncia y los escenarios que se podían abrir a continuación.
Gracias a sus buenos oficios y a sus contactos, habían conseguido salvar la
identidad de la víctima. Pan para hoy y hambre para mañana, porque estaba
seguro que en una semana esa identidad saldría a la luz. Y a partir de ahí, la
vida de su amiga sería un infierno.
Se acordó de aquella vieja frase de El arte de la guerra, de Sun Tzu:
‘Triunfan aquellos que saben cuándo
luchar y cuándo no’; y mientras estaban desayunando, muy pronto, a las seis
y media de la mañana, como a los dos les gustaba, se la
soltó así, en crudo.
Ella, que no había abierto la boca más que para
comer con apetito los huevos revueltos y beber el zumo de naranja, dejó de
sorber la taza de té, le miró fijamente y le preguntó: ‘Qué quieres decir, Iñaki?
Había insistido en que no la llamara por su
nombre, así que se tomó la licencia de recurrir al apodo que le pusieron en la
facultad: la garza, elegante ave
zancuda y solitaria, como ella. Ese mote no tardaría en llegar a los medios
sensacionalistas –ya casi todos- que harían juegos de palabras más o menos
ingeniosos, más o menos zafios, con la condición depredadora de un ave
aparentemente inofensiva.
‘Sabes
muy bien lo que quiero decir, garza mía. Y tú también lo estás pensando. Sabes
que va a ser una batalla larga y dura y ten la seguridad de que me tendrás
siempre a tu lado. Ese patán te ha humillado como nadie lo había hecho antes.
De acuerdo. Mereces que se te haga justicia. Por supuesto. Mi pregunta es: ¿Para
qué quieres que se te haga justicia? ¿Qué precio estás dispuesta a pagar? ¿Cómo
quieres que sea esa justicia? ¿Cómo te vas a sentir cuando tu intimidad sea
violada por lo tipos y las tipas más repugnantes? ¿Cómo y dónde vas a vivir
mientras tanto? Cualquier profesional como yo te puede destrozar en un juicio.
Y si es un poco canalla, solo un poco, lo hará desde mucho antes del juicio. Tú
no eres una jovencita borracha a la que ha violado una cuadrilla de
sinvergüenzas, eres una mujer hecha y derecha, que nunca ha exhibido, pero que
nunca ha tenido reparos en ejercer su libertad sexual, como lo haría cualquier
tío, pero no eres un tío y vives, lo sabes bien, en una sociedad asquerosa e
hipócritamente machista. Te violaron en el portal de tu casa y cada minuto que
pasa te expones más. Ayer fue sábado y se acabaron las fiestas; hoy es domingo;
y el lunes tendrás que decidir si vas a trabajar, te coges unas vacaciones o te
vas al médico a pedir la baja. Piensa en la vida que te espera desde ese
momento, piensa en todo a lo que vas a tener que renunciar: tu trabajo, tu
familia, la vida social, el deporte, probablemente tu cuidad… Te darás cuenta
de los pocos amigos que tienes, si es que después de esto te queda alguno,
aparte de mí. Tú te conoces bien y no te vas a callar, no vas a poner la otra
mejilla y vas morder. Acabas, corrijo, acabamos, porque estoy y estaré al cien
por cien contigo. Acabamos de tomar un camino que no sabemos adónde nos puede
llevar. En el mejor de los casos, y hago de abogado del diablo, lo siento, es
mi oficio, nos puede llevar a que alguien a quien van a presentar como un pobre
chaval, tan patán y tan gañán como tantos otros de su edad y su entorno, se
pudra en la cárcel durante unos años, mientras a ti, periódicamente, cada vez
que sea noticia, te arrastrarán por el lodo de la maledicencia. Para mí, como
abogado, es un caso genial, un trampolín profesional en el que no tengo nada
que perder, salvo a la persona, a la tía que más quiero y que menos se merece
lo que le viene. Estás a tiempo –y ahora hablo en singular- de volver atrás, al lugar donde estabas hace dos días.'
Dejó en la mesa la taza de té que no había dejado
de sorber y con la misma elegancia y parsimonia de la garza, se levantó del
sofá donde estaba desayunando y se acercó a la mesa donde Iñaki se tomaba un
respiro después de speach, disolviendo
el Ricoré en el tazón de leche, ya templada,
y contando las vueltas que le daba a la cuchara, nunca cucharilla, hasta llegar
a cien.
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