Aquella mañana del domingo 15 de julio, Pamplona olía a
agosto y daba imagen a la expresión agostar, aunque faltara mes y medio para
que ese verbo se pudiera conjugar con propiedad. Iruña dormía la resaca de los
Sanfermines y del Pobre de mí,
mientras Rebeca llegaba a la estación de autobuses y tomaba la Avenida de la
Baja Navarra, que atraviesa en diagonal las calles del centro, con destino a la
calle de la Media Luna, donde le esperaba la otra mitad de su yo, la otra mitad
de su cuerpo y la que ocupaba todo su corazón y su mente desde hacía cincuenta
horas. A toro pasado, se arrepentía de aquel viaje a Barcelona para una sesión
de fotos, bien pagada, aunque bastante cutre, que había aceptado porque Asier
insistió: ‘Yo tengo faena viernes y
sábado, la pasta te va a venir bien y tendremos todo el domingo para los dos.’
Mientras caminaba en línea recta el kilómetro largo hasta
el cruce con la calle de la Media Luna, con la Avenida casi desierta, dejó la
mente en blanco y se concentró en Asier, tan distinto de ella y tan
complementario, tan necesario para dar rienda suelta a su lado más salvaje y
natural, que la vida iba domesticando, haciéndole pasar por la condición de
desempleada pluriempleada, casi siempre con contratos basura y cobrando a veces
en negro una buena pasta, como la que le habían pagado, en efectivo, por seis
horas de trabajo, en las que se probó centenares de bañadores para una firma
textil de tercera fila, ante la mirada escrutadora de dos cámaras de fotos y la
mirada lasciva de un par de tipos, asombrados de que se cambiara delante de
ellos, quedándose literalmente desnuda. Se trataba de abreviar y de terminar
cuanto antes, coger el dinero y correr.
Por esas seis horas, repartidas entre el pabellón de la
empresa y una cala próxima a Sitges, donde vio amanecer el día anterior y
estuvieron solos hasta que llegaron los primeros bañistas, le habían pagado, en
negro, más de lo que cobraría a final de mes por el trabajo en una empresa de
selección de personal, que la había contratado para hacer entrevistas a
candidatos para tres Mercadonas de
próxima apertura. Veinte entrevistas diarias durante tres semanas: trescientas
entrevistas. Ahí estaba con 26 años recién cumplidos, un grado en psicología
por la Universidad Ramon Llull, dos masters en psicología industrial y social,
y un tercero que estaba haciendo en psicología deportiva. Menos mal que tenía a
Asier y al pensar en él se le iluminó la cara, dibujando una sonrisa que era
todo lo que necesitaba para seducirle. Bueno, todo no, porque en la mochila
llevaba una sorpresa.
Enredando en los cajones de su abuela, había encontrado
una combinación de color beige, casi transparente, con tirantes de encaje. Su
abuela era pequeñita y la prenda muy muy antigua, pero de muy buena calidad y
en muy buen estado. No pudo resistir la tentación de probársela y de
incautársela sin decirle nada a la amoña,
que seguro que no la iba a necesitar ni a echar de menos. Los cerdos que se la
habían comido con los ojos en Barcelona se tendrían que conformar con su
desnudez, mecánica, industrial, rápida, con sonrisas impostadas, de plástico, y
su mirada de acero, sin la más mínima sensualidad, algo que reservaba para un
novio que, bajo su apariencia de chico formal y serio, era infinitamente sexy cuando correspondía serlo. También
llevaba en la mochila un antifaz con el que pensaba tapar los ojos de su novio,
nada más llegar, para empezar el juego.
Al cruzar la calle Amaya, decidió empezar la partida y le
ametralló con varios whatsapps: ‘Llego en 5’’ ‘Estoy sin desayunar’ ‘Adivina
qué me apetece’ ‘Está solo, verdad?’ ‘Avísame para no cagarla’ Y una ristra
de emoticonos, de los que borró uno bastante obsceno y explícito que un año
antes no hubiera dudado en mandar.
Había desayunado estupendamente antes de salir de casa y
el alimento con el que esperaba saciarse era el banquete de sexo que iba a
compartir con Asier. Una vez saciados, estaba segura de que algo rico habría
preparado para comer, porque para llegar a ser un chico 10 era necesario
cocinar bien, sano y con gusto.
Para después de la siesta, llevaba en la mochila una
camiseta de la selección de Francia, con el número 7 de Griezman, con la que
pensaba ver la final de la Copa del Mundo.
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