viernes, 10 de noviembre de 2017

Las 3 Grandes. 2ª parte

Después del lapsus del ascensor, retomo el relato del frustrado objetivo de Las 3 Grandes. Vistas las expectativas levantadas por la primera entrega, me habéis puesto el listón muy alto. Allá voy.

Tras más de dos meses sin correr, disfruté tanto en la International Breakfast Run y llegué tan fresco –a un ritmo que ahora mismo no alcanzaría en la competición- que empecé a soñar con que, si se alineaban todos los astros, igual hasta acababa el maratón.

Perfectamente ubicado en el cajón al que me había inscrito, esperé pacientemente la salida, abrigado por el calor humano y una sudadera blanca con el anagrama negro de kutxa, que arrojé antes de salir y quedó colgando de la rama de un árbol. Dado lo llamativo de la prenda, conservo la esperanza de verla algún día en el cine, vistiendo a un traficante de crack.

Poco después de atravesar el  larguísimo puente de Verrazzano (1298 metros), hice mi primera parada para beber y estirar. Repetí la maniobra cada dos millas y mientras tanto fui haciendo la goma con un grupo que rodaba más o menos a 4:30-4:40/km. Iba sorprendentemente fácil por las largas y amplias avenidas de Brooklyn, disfrutando del paisaje, el ambiente, la música y toda la parafernalia que rodea a la carrera. Pasé el medio maratón en 1:39 y pensé que tenía que bajar el ritmo si quería llegar.

Al paso por el puente de Queensboro, puerta de entrada a Manhattan, el viento soplaba inmisericorde y una de las tiras de la camiseta (talla S) bajó a la altura del codo.

La entrada en la Primera Avenida, superado el km 25, me puso la carne de gallina y con unas ganas de mear que no podía reprimir. Tanto beber, es lo que tiene. ¿Dónde me paro? Aquello estaba abarrotado de gente a uno y otro lado y había policías como armarios cada pocos metros. Antes de llegar al km 30, en plena First Avenue y ante la hierática mirada de un poli, hice aguas y me sentí aliviado.

Todavía con el freno de mano, hicimos una breve incursión en el Bronkx, comprobando que las películas no mienten, y entramos en Harlem por la Quinta Avenida. Al llegar al km 35, iba como al principio, no me dolía nada, no tenía noticias de el muro y, sin querer al principio y con ganas después, fui recogiendo cadáveres de quienes sí habían visto el muro y mantenían una desigual pelea contra él.

Ya en Central Park, alguna de sus cuestas me cortó la euforia, que ya me desbordaba al paso por la calle 59, al entrar en la última milla de la carrera. Entre el gentío, donde habíamos quedado el grupo, pude reconocer a mi mujer, que me miraba atónita, porque apostaría que ni en el mejor de sus sueños hubiera pensado verme allí y verme así. Como el tiempo no importaba, me paré un momento, le di un beso y llegué en una nube, mientras el reloj señalaba 3:14:13. No me lo podía creer.

Me resultaba inexplicable cómo había sido capaz de terminar un maratón sin haber corrido nada los dos meses anteriores. Y me tiraba de los pocos pelos que me quedaban por haber sido tan extremadamente prudente y haber hecho tantas paradas para beber y estirar y hasta una para mear.

Lo que son difíciles de explicar son las agujeras de los dos días siguientes, que me martirizaron cada vez que tenía que bajar un escalón. Y estando todo el día en la calle…

Ya recuperado, de vuelta en casa, pasé una envidia espantosa asistiendo como espectador a la llegada de la B/SS, después de haber hecho un rodaje de 16 por debajo de 4:00/km. ¡Qué tiempos aquellos!

Lo de Las 3 Grandes se quedó en una. Desde entonces han pasado 23 años, y la ciática y yo coexistimos más o menos pacíficamente. No conseguí bajar de 2:40 en maratón, tampoco mejoré mi marca de la B/SS (1:12:12 en 1991) y aguanto lo más dignamente que puedo los estragos de la edad.

Eso sí, el domingo siguiente a mi cumpleaños, sigo disfrutando de una de las Grandes: la B/SS. El domingo será la 27ª.

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