miércoles, 21 de agosto de 2019

¿Enrique o Endika?

Agustín Soria había hecho bien su trabajo. Le había conseguido la entrevista con Mikel Agirre y la hora, 16:30 en Donostia, le permitía cuadrar su jornada. Llamó a su secretaria, le pidió que confirmara la reunión con un cliente, que le trajera un café americano templado y que le prepararan el coche. Tere le confirmó la reunión para las 11:30, en el Parque de Miramón, le trajo el café, que se bebió de un trago, cogió la documentación que tenía preparada, y bajó al garaje, donde estaba listo un discreto Audi A8.

Le gustaba conducir. Era extremadamente prudente, respetaba los límites de velocidad y se concentraba en la carretera y el tráfico, mientras escuchaba música clásica. Puso la sinfonía número tres de Beethoven y salió muy despacio del garaje, en la calle Henao, hacia la Gran Vía, girando en la plaza del Sagrado Corazón para tomar la Avenida de Sabino Arana y la autopista en dirección a Donostia. Había poco tráfico, se notaba que era 6 de agosto y que Bilbao estaba medio vacío. Llegando a Donostia, aumentó el caudal de coches, pero pudo entrar sin problemas por la Plaza de Pío XII y tomar la Avenida de Madrid para subir a Miramón.

Pasó al lado del estadio de Anoeta, todavía en obras. Las miró con suficiencia, sin entender bien cómo le habían podido poner el envoltorio exterior en plástico de color azul, que recordaba al de las bolsas de basura. Como casi todos los bilbaínos, era un forofo del Athletic, con simpatías para la Real Sociedad, un equipo al que consideraba menor, pero al que profesaba un sentido aprecio. Como exatleta, lamentaba la desaparición de las pistas y el poco uso que se les había dado en los veintipocos años de su corta vida. Había asistido como espectador al nacimiento de estrellas como Reyes Estévez, Marta Domínguez o Manolo Martínez, campeones de Europa juniors en 1993 o a los magníficos 1.44.11 en 800 metros de Antonio Manuel Reina, el 20 de agosto de 2002, en plena Semana Grande Donostiarra. ¡Qué tiempos aquellos!

La reunión fue bien. La empresa tenía negocios con Irán y dificultades para cobrar por culpa del bloqueo al que estaban sometidos por parte de la administración de los EE UU. Dieron con una solución a través de terceros que, de salir bien, les permitiría, además de cobrar lo que les debían, duplicar su facturación en 2019. Tras revisar todos los detalles del acuerdo, a las 14:05 dieron por concluida la reunión, emplazándose para una próxima en octubre.

Declinó la invitación que le hicieron a comer y bajó hasta el parking de la Plaza de Pío XII, donde aparcó el coche. Comió el buen menú del día del hotel Amara Plaza, empezando por una ensalada de trigo sarraceno con berros, tomate cherry y ricota. Siguió por un delicioso bacalao al horno y remató una tarta de zanahorias y un café americano. Bebió agua y dejó 25 euros en efectivo cuando le presentaron la cuenta de 22 euros.

Sacó el expediente de Mikel Agirre y memorizó todo aquello que pudiera ayudarle al éxito de una misión muy delicada, en la que debía tantear muy bien el terreno, para no dar ningún paso en falso. A las 16:15 salió del restaurante, se dirigió a la Avenida de Sancho el Sabio, cruzó la calle y dos minutos después entró en la recepción del hotel Astoria. Se sentó en una butaca de cara a la puerta y esperó la llegada de su objetivo, que se adelantó cinco minutos a las 16:30. Nunca le había visto en persona y le confirmó sus mejores expectativas. Vestía unos pantalones chinos de color beige claro, con dobladillo, bastante ajustados y un polo azul eléctrico por encima, también entallado, que dejaban adivinar el cuerpo fibroso y atlético que cubrían. Calzaba unas zapatillas New Balance azul marino, con la N en rojo. Tenía el pelo castaño claro corto, estaba perfectamente afeitado y no lucía ningún pendiente, piercing o similar y, al menos a la vista, no mostraba ningún tatuaje.

Justo cuando le vio entrar, Enrique Uriarte, que vestía un impecable traje azul marino, con una inmaculada camisa blanca y una corbata con discretas rayas rojas, azules y blancas, muy britich, se levantó, caminó hacia Mikel, extendió su mano y se presentó:

- Arratsalde on, Mikel, gracias por ser tan puntual. Me llamo Endika.


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