Era un alto directivo. Tenía un despacho austero, ordenado e impoluto. De la
pared frente a la puerta, colgaba un cuadro igual de austero, con un con un
dibujo sencillo y este texto, escrito en grandes letras: EL CLIENTE SIEMPRE
TIENE LA RAZÓN. Sorprendía ese mensaje en alguien cuyas responsabilidades estaban en el área
económico-financiera, contrapunto a las áreas comerciales y/o de marketing, que
son las que -se supone- se ocupan de conocer y atender las necesidades y
expectativas de los clientes.
Pero lo que impactaba de verdad se producía cuando entrabas y te sentabas enfrente de él, girando a la derecha. Nada más levantar la vista, podías ver, a sus espaldas, un cuadro idéntico con este texto: SIGO PENSANDO QUE EL CLIENTE SIEMPRE TIENE LA RAZÓN.
Nunca había tratado con un cliente y, aún así, lo tenía claro: el cliente siempre tiene la razón... incluso cuando no la tiene. Lo queramos confesar o no ¿como clientes, cuántas veces nos ha pasado que hemos reaccionado o reclamado de forma airada -sintiéndonos cargados de razón- y hemos descubierto -al rato o al tiempo- que estábamos equivocados?.
Igual es generacional. Igual es que los expertos en
marketing manejan otras claves. Igual es que conceptos como empatía, asertividad
y transparencia ya no sirven. Igual es que vamos a un mercado en el que sólo
funcionan el lujo y el low cost, en el que es irrelevante lo que
pense-mos o sintamos los clientes, transmutados en consumi-dores, primero, y en
usuarios, después.
Igual estoy equivocado -¡ojalá!- cuando pienso que yendo por ahí terminaremos acudiendo al único negocio donde el cliente nunca tiene la razón: la consulta del psiquiatra.
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