Hace 33 años, la mitad de mi vida, que soy padre, el oficio más apasionante, más complejo, más variable, más inestable y, a la vez, más permanente que me ha tocado desempeñar. Un oficio del que espero no jubilarme nunca y seguir ejerciendo mientras mi salud, mi mente... y mis hijos me lo permitan.
Al principio lleva mucho tiempo y tiene más que ver con habilidades casi físicas: asear al bebé, darle los biberones, las primeras frutas, los primeros purés, bañarle, pasearle, levantarse por la noche cuando llora, limpiarle los mocos, reírle las gracias, traerle y llevarle a la guardería, a la ikastola...
A medida que van ganado autonomía, podemos jugar con ellos, enseñarle según que habilidades (si es que tenemos alguna), asombrarnos de sus progresos, emocionarnos con su inocencia, festejar sus pillerías; pero también corregirles, darles referencias y buen ejemplo, negarles según qué caprichos, enseñarles el valor del esfuerzo... El tiempo puede ser más o menos el mismo, pero es un tiempo de más calidad y debemos ser mucho más cuidadosos con nuestro comportamiento.
Llegada la adolescencia, advierten que ese padre que creían todopoderoso es un tipo más o menos normal; si me apuras, un poco por debajo de la media. Nuestros defectos se hacen más evidentes, a la vez que descubren un mundo que se les abre, que entienden mejor o peor... y que les entiende peor o mejor. Es una etapa difícil para los hijos... y también para los padres, que queremos ayudar sin saber muy bien cómo hacerlo, funcionando a veces con la fórmula de la prueba y error, tan socorrida como nefasta, porque nunca nos reconocerán los aciertos -que serán atribuidos al azar- y, sin embargo, nos pasarán por el morro todos los fallos, debidos a nuestra, a sus ojos, manifiesta ceguera e ineptitud.
Como dijo Mark Twain: 'Cuando yo tenía catorce años, mi padre era tan ignorante que no podía soportarle. Pero cuando cumplí los veintiuno, me parecía increíble lo mucho que mi padre había aprendido en siete años.'
Al final, todo pasa, también la adolescencia, y descubrimos, para nuestra sorpresa, que esos hijos empiezan a confiar en nosotros, nos piden ayuda y hasta consejo, nos plantean escenarios que a mí nunca se me hubiera ocurrido plantear a mi padre... y nos escuchan. Para llegar ahí, habremos tenido que dedicar mucho tiempo a escucharles, observarles, darles su espacio, dejarles que se equivoquen y aprendan de sus errores. Aunque nos cuidemos de manifestarlo abiertamente, tenemos que dejar que se tiren al agua o salten de las alturas, siendo para ellos el flotador o el paracaídas que les salve... en el último minuto.
Y llega un momento en el que son tus hijos los que se preocupan por ti. Ya saben que no eres Superman, conocen tus debilidades por haberlas explotado... y también aprecian tus virtudes, aunque sean tan escasas como las mías. Te quieren con ellos porque saben que lo estás incondicionalmente, porque intuyen que son ellos los que han dado y siguen dando sentido a tu vida.
Y mientras puedas o te dejen, sigue ejerciendo ese maravillo oficio de padre con quien te quiera y te acepte como tal... porque tener hijos no te convierte en padre, igual que tener un piano no te hace pianista.
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