miércoles, 27 de mayo de 2020

Parásito

Tenían en común lo poco que les gustaba el trabajo. Él lo asumió cuando ya le empezaban a salir las canas. Para entonces, disfrutaba de una situación acomodada en el sindicato, que le liberaba de currar y le mantenía entretenido en las disputas con los demás sindicatos y con la empresa que tan generosamente le pagaba desde hacía tanto tiempo por hacer tan poco.



Lejos quedaban aquellos años de manifestaciones, movidas en la calle y carreras con la policía, que no le dejaron más secuelas que algún porrazo, un susto con los gases lacrimógenos y un encierro de tres días en la iglesia de San Vicente, desde cuyo púlpito estuvo arengando al medio centenar de pardillos que le acompañaban y que, por alguna razón que cuarenta años después no acertaba a adivinar, hasta le aplaudían y le jaleaban mientras él se venía arriba.

Fue entonces, ya entrado en la cuarentena, cuando empezó la costumbre de potear en horas de trabajo. A la pausa del café de media mañana le seguía la salida anticipada del curro para tomar unos vinos por los bares de la zona, haciendo labor sindical, y la vuelta a fichar, antes de volver a casa. Se apañaba bien en la cocina, pero muchos días iba directo a la siesta, sin comer, para bajar a media tarde a la sociedad, donde se preparabaun suculenta afari-merienda, compartida o no con otros tipos como él.

Divorciado y sin apenas relación con su ex-mujer y su hija, vivía solo en un estudio céntrico que compró a precio de ganga antes de que se disparara el mercado inmobiliario. También en eso tuvo suerte. Tenía una relación discontinua con una compañera de trabajo, también divorciada, aderezada por el sexo y salpimentada por los frecuentes y explosivos cambios de humor de la pareja, que hacían aconsejable la separación física.

 

Los dos estaban ya jubilados y el estado de alarma les pilló en esa situación, cada uno en su casa. Su pareja, además, se tuvo que hacer cargo de su hijo, lo que terminó de liquidar una eventual convivencia.


Con los bares y las sociedades cerradas desde el 14 de marzo por el estado de alarma, se encontró con que no podía potear con su cuadrilla de sindicalistas de toda la vida, todos ellos felizmente jubilados. Se acabaron las discusiones de fútbol, las apuestas y las broncas, que los demás eludían cuando se le agriaba el carácter. Empezó a levantarse tarde, tras lo que bajaba a la calle a comprar el periódico que antes leía gratis en el bar. 

Más allá de los panfletos sindicales, nunca le tiró la lectura; y tampoco era de ver la televisión, aparte de los partidos de fútbol y de pelota, desaparecidos de la programación. Con la ayuda de un informático jubilado, al que hizo venir a su casa, contrató dos canales de pago: Netflix y HBO. Empezó a ver series, pero no terminaron de engancharle. Aparte de las escenas de sexo de Juego de Tronos, no entendía cómo esa historia podría enganchar a la gente. Y tampoco compartía la devoción de sus compañeros de rondas por The Wire, que le parecía sosa, lenta y con demasiados negros, entre los que era fácil confundirse. 

 

Fue de los primeros en usar la mascarilla y aquel 1 de abril se encontró con su foto, en la portada de El Diario Vasco, haciendo cola en la calle, esperando entrar al supermercado. 


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