
El objetivo de la cita era cambiar la titularidad de un contrato, que está a nombre de mi mujer y ponerlo a mi nombre. Llegamos puntualmente a la cita, no había nadie en el comercio y tres personas atendiendo. Ante nuestra sorpresa, nos dijeron que teníamos que entrar de uno en uno. Primero mi mujer, para darse de baja y solicitar que yo le sustituyera como titular del contrato, y después yo, para firmar el alta como nuevo titular.
Quien nos atendía estaba en un mostrador, con asiento alto, protegido por una pantalla transparente. Los clientes, mi mujer, primero, y yo, después, a dos metros de distancia, con una banqueta alta en medio que hacía de barrera.

En ese escenario, el citado comercial, el mismo que me había atendido la víspera y que me había indicado los pasos a dar para cambiar la titularidad, me dice que ese cambio implica la pérdida de una serie de descuentos y ofertas a los que nos acogimos cuando contratamos el servicio a nombre de mi mujer. Se trata, a mi modo de ver, de información relevante, que no me fue comunicada la víspera.
Así las cosas, no nos interesaba cambiar la titularidad del contrato y lo que probablemente nos interese es cambiar de proveedor. Media hora perdida
No sé si es que el miedo ha calado tanto entre nosotros que hemos perdido el norte, que en una empresa de servicios -y en cualquier otra- debe ser la orientación al cliente y la satisfacción de sus necesidades y hasta sus expectativas, que yo no percibí en ninguna de esas dos visitas del lunes y el martes. Ya se pueden poner las pilas.
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