Paseo de La Concha, 6:30 de la mañana, en dirección a Ondarreta, entre La Perla y el túnel del Antiguo, un viernes de junio, quizá el 26. Estamos haciendo el primero de los 6x1.000 metros programados para hoy. Somos tres en fila de a uno. Yo, como siempre, a cola, con el gancho.
Cuando pasamos a su lado puedo oír con claridad que nos llama: 'machistas, hijos de puta...' y algo más, que diez metros más allá y con la neuronas pendientes de mantener el ritmo, no soy capaz de entender.
Con la adrenalina saliéndome por las orejas y el pulso acelerado, algo le contesto y continúo corriendo para no perder la estela de la cabeza, porque el segundo del grupo se ha parado responder a las imprecaciones de esa mujer.
Justo después de las jardineras que hay nada más pasar el túnel, se acaban los mil metros, nos paramos, recuperamos un minuto y salimos en dirección contrario a por el segundo mil. Pillamos a nuestro compañero unos doscientos metros más adelante, intentando hacer entrar en razón a esa mujer, que presume de valiente y que sigue afeando nuestra conducta.
Todavía fresco (son doscientos metros después de la recuperación), le doy una palmadita en la espalda, mientras le dijo algo así como: 'Déjala, que no es tierra de misiones.' Con la rabia derivada del encuentro, se pone a tirar, imponiendo un ritmo para mí agónico. De todos los miles que hemos hecho estos meses, ha sido el más rápido.
Al acabarlo, les recordé a mis compañeros mi experiencia profesional como responsable del Servicio de Atención al Cliente de Kutxa, en la que aprendí que de nada sirve tratar de mantener un diálogo civilizado y constructivo con una persona que está fuera de sus casillas... o enferma de pánico como aquella mujer.
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