Nada más salir de la estación de Hendaia, la mayoría de quienes habíamos viajado en el topo nos hemos quitado la mascarilla. Mi mujer y yo hemos pensado que era una buena idea irnos hasta Hendaia para no tener que andar por la calle con bozal.
Desde la estación del topo, hemos caminado hasta la playa y hemos dado la vuelta: casi 13 kilómetros en los que apenas hemos visto personas con mascarilla.
Ya conocéis mi mantra: hechos y datos. En distintos momentos de ese paseo de más dos horas, he hecho hasta cinco catas de cien personas con las que nos cruzábamos. De esas 500 personas, sólo 22 lucían tan molesto y, a mi modo de ver, antiestético e inútil complemento en espacios al aire libre y sin aglomeraciones. Un 4,4%, de los que la mayoría hablaba en español o en euskera.
La playa lucía espléndida, incluyendo sus peculiares toldos cuadrangulares. Los niños aprendían a nadar en la piscina como la que ponía en Ondarreta y La Zurriola el Club Tintín. Y mi percepción es que había muchos turistas.
Esta mañana, he escuchado en la radio que las cifras del turismo en Gipuzkoa no alcanzaban al 40% de las del año pasado por estas fechas. A falta de datos, apostaría a que en Hendaia y por extensión en Francia el porcentaje será muchísimo más alto.
Ha sido como salir de una película en blanco y negro y entrar en otra a todo color, en las que las sonrisas, ocultas aquí, eran allí las protagonistas.
Mientras, a este lado del Bidasoa, los medios de comunicación demonizan a todo el que no lleva mascarilla. Sin embargo, cuando no era absurdamente obligatoria, eran minoría quienes la llevaban.
De vuelta a casa, nos hemos reencontrado con la eclosión de las mascarillas, con esa España negra y de luto, que creímos olvidar, pero que sigue ahí, haciendo del miedo, la imposición y la prohibición santo y seña de la convivencia. Y en esto, tristemente, Euskadi es muy española y hasta mucho española.
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