8 de la mañana del domingo 2 de agosto en Vielha. Mi hijo y yo salimos a correr de madrugada y volvemos después de un rodaje de más de una hora. Estamos alojados en un apartamento en la primera planta. Entramos en el portal-recepción y observamos que por las escaleras baja un señor muy mayor, cargado con dos bolsas grandes de razzia, como esas de Aneto que nos regalan en muchas carreras populares.
Calculo que nos podían separar diez o doce metros, distancia suficiente para que el hombre, aterrorizado, nos reclame a gritos que nos pongamos la mascarilla 'porque soy un viejo'. A la vez que lo dice, con la mirada extraviada, tropieza por la escaleras, cae hacia adelante y tiene la suerte de estar en el último o penúltimo escalón, rebotando contra una pared y consiguiendo no caerse.
Iñigo, mi hijo, hace ademán de acercarse al hombre para ayudarle, pero yo le agarro de brazo y le retengo. Nos apartamos a un lado, mientras el señor, que por su aspecto parece muy mayor y sigue aterrorizado, continúa con su cantinela de las mascarillas y lamentándose de que es muy viejo.
Lo más cerca que llegamos a estar de él serían diez metros.
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