Hasta la semana pasada, en el escaso tiempo que paso por la calle (vivo en el centro de Donostia) la gran mayoría de las personas con las que me cruzaba iban sin mascarilla. Si tuviera que dar un dato, diría que más del 70% iban sin ese molesto complemento. Eso sí, en las miradas de muchos de quienes la llevaban percibía desde el pánico hasta el orgullo de estar comportándose como ciudadanos ejemplares. Algunos y especialmente algunas se debían ver hasta elegantes por los sofisticados diseños que lucían, a juego con el bolso, los zapatos o la camisa. ¿Qué más da que sean eficaces si lucen bien?
Sin embargo –y sigo instalado en la semana pasada, cuando todavía no era obligatoria la mascarilla- la inmensa mayoría de las opiniones que recogía la prensa, da igual que fuera, escrita, digital o visual, apelaban al uso obligatorio de la mascarilla, afeando la conducta de quienes no la llevábamos.
Es lo que yo llamo la dictadura de las minorías, minorías ruidosas que consiguen que su ¿discurso? llegue a los medios y con ese ‘ruido’ les den algo sobre lo que escribir, hablar o contar. Porque el gran problema de la prensa, a mi modo de ver, es que no es capaz de generar contenidos informativos de calidad, información contrastada y veraz, porque conseguir esa información es mucho más caro que dar voz al que grita. Para eso, para informar bien, necesitas contar con buenos profesionales y que esos profesionales estén bien pagados para que puedan ser independientes. ¿Cuántos de esos quedan?
Las minorías ruidosas se imponen a las mayorías silenciosas, cada vez más silenciadas por esa prensa servil y lacaya del poder económico y político.
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