lunes, 16 de noviembre de 2020

El falso amigo

Como de costumbre, se levantó muy temprano, antes de que sonara el despertador. Había dormido solo y mal, también como de costumbre, después de pasar la tarde del domingo en casa de Julia, ver una película y echar un polvo poco más que profiláctico, pero necesario para Miguel que, a sus setenta años, seguía conservando la pulsión sexual que siempre le había atormentado y reconfortado, casi en la misma medida. Su cuerpo estaba con Julia, pero su mente se perdía en la embriagadora sonrisa de Goretti y en su fascinante cuerpo de 26 años, imaginándola desnuda y a su merced.

Ni Julia ni él eran especialmente duchos en la cocina y con los bares cerrados, cenaron una ensalada de tomate que sabía a plástico, un bocadillo de salmón ahumado con aguacate, regado con media botella de verdejo, y un yogur, tras lo cual cogió la moto para estar en casa antes de las diez de la noche, hora del toque de queda. 

Leyó un rato, hasta que le entró el sueño, que apenas le acompañó unas pocas horas. Cuando miró el reloj del móvil, que estaba en silencio sobre la mesilla, marcaba las 2:34. Volvió a coger el libro, pero no conseguía concentrarse en la lectura, de modo que hizo un nuevo intento, que se saldó con el mismo resultado.

Fue a la cocina, de preparó un café, comió un par de galletas, se puso el culotte y el maillot y se subió a la bici estática, poniendo una toalla debajo. Conectó los auriculares al equipo de música y dejó que Spotify eligiera por él. En una hora rodó 35 kilómetros a un ritmo constante, sin levantar el culo del sillín.

Acabó empapado, se rehidrató con una Coca Cola, se duchó, se afeitó y se preparó un buen desayuno: bocadillo de jamón, zumo de naranja, un plátano, dos tostadas con mantequilla y mermelada y un tazón de Cola Cao.

A las 7:30 salió a la calle, bien provisto de su mascarilla. Aunque lloviznaba, bajó andando hasta la ONG de la que le acababan de nombrar presidente. Los numerosos contactos y relaciones labrados en su etapa laboral le habían abierto muchas puertas para tener una jubilación activa, sin apenas relevancia social, pero con mucha influencia en ámbitos sanitarios, económicos y deportivos.

A él le complacía ese papel en la sombra y esa sensación de manejar los hilos por encima del escenario. Otros por él tomaban decisiones incómodas, mientras Miguel levitaba por encima del bien y del mal. Llevaba cincuenta años haciendo lo mismo y había dejado por el camino dos matrimonios rotos, el suyo y del Julia, casada con uno de sus mejores amigos, uno de tantos de los que había ido prescindiendo a medida que no le resultaban útiles.

Seguía siendo un tipo ingenioso, gran conversador, con un talento muy superior a la media, y contaba con muchos amigos, o más bien palmeros, que le seguían riendo las gracias, le acompañaban en sus actividades sociales y deportivas y se sometían con gusto al trato displicente que les dispensaba.

A las ocho había quedado con uno de ellos, con el que había compartido militancia política en los años de la transición, ahora exitoso empresario, al que iba a tentar con una colaboración que podría resultar beneficiosa para la ONG y, ya de paso, también para él. Aunque habían coincidido con frecuencia en distintos actos sociales relacionados con la actividad de la ONG y en alguna excursión cicloturista, antes del confinamiento, llevaban años sin tener una conversación seria y, revisando los últimos e.mails que se habían cruzado, intuía que la reunión podría escapar de su control.

A pesar de la lluvia, esperó en la calle para recibir a Patxi, que llegó puntual, a las 7:59 y rechazó el saludo con el codo que le ofreció Miguel.

'Déjate de chorradas y vamos p'adentro que nos estamos mojando'


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