lunes, 26 de marzo de 2018

Lo primero es lo primero

La parte activa del pasado fin de semana, la de currar de verdad,  comenzó el sábado a las siete de la mañana, con un primer viaje en coche para devolver a casa cuatro cajas que tenía guardadas en Ibaeta. A las ocho había quedado con José y con Octavio que, en su furgoneta iban a cargas muebles y varias decenas de cajas, desde un almacén de Errenteria. Nos acompañó mi hijo y entre los cuatro hicimos la operación.

Poco después de las nueve, llegamos a casa, donde nos esperaban mi mujer, para descargar todo el material y subirlo a un sexto piso; algunas piezas, por las escaleras, ya que no cabían en un ascensor pequeño y antiguo. Poco después de las diez, habíamos acabado. Lo que el viernes a la tarde era un piso vació se había llenado de cajas y diversos enseres que había que reubicar, dos meses después de haber de haber sacado todo ese material para acometer diversas reformas que le han dado una nueva cara al lugar donde hemos vivido los últimos veinticinco años.

Vino mi hija con su pareja, que es bastante manitas, y empezó a montar los muebles, mientras mi mujer y yo íbamos al Eroski a hacer una compra total.

Volvimos a casa y, mientras nos traían la compra, empezamos a sacar de los armarios lo que habíamos ido guardando, de aquella manera, desde las Navidades del año pasado, hasta que nos fuimos a casa de mi madre el 29 de enero. Fueron apareciendo diversos objetos, pero el primero que busqué yo, una radio, sigue sin aparecer todavía. ¿Dondé c… la guardé?

A eso de la una paramos y nos fuimos a comer. Mi mujer, previsora, había dejado listos los ingredientes para preparar un plato de pasta espectacular con el que cargar los depósitos, vacíos de tanto acarrear todo tipo de bultos.

A las tres de la tarde estábamos de vuelta. Lo primero fue colocar la compra del Eroski en un escenario distinto. La cocina es distinta, los armarios son distintos, todo ha cambiado y hay que decidir dónde vamos poniendo cada cosa. Entre el volumen de la compra y el establecer criterio, se nos va el tiempo y apenas nos podemos ocupar de las cajas, que tendrán que esperar al domingo. Tampoco conseguimos vaciar todos los armarios que, pese a los precintos, están invadidos en mayor o menor medida por el polvo.

Volvemos a casa de la ama en una montaña rusa de emociones y sensaciones. Desde la euforia por lo bonito que ha quedado el piso y lo rápido que hemos hecho el traslado, hasta la incertidumbre respecto de todo lo que nos falta por hacer, unido a un cansancio tal que hace que me acueste sin tocar el PC y sin saber nada de la Azkoitia-Azpeitia, sobre la que tenía previsto escribir. Mis escasas neuronas no estaban por la labor y mis objetivos se habían focalizado en hacer habitable el piso. Además, teníamos una hora menos para dormir.

Ayer me levanté como todos los días, a las cinco, que eran las seis por el cambio de hora. Tenía la muñeca izquierda muy dolorida y el cuerpo con la sensación de haber sido pisoteado por una manada de bisontes de los que se veían en las películas del Oeste. La falta de costumbre de trabajar de verdad.

Hice mi rutina de estiramientos, desayuné como Dios manda, fui a comprar el periódico y lo subí a mi casa de las últimas ocho semanas, donde mi mujer lo estaba esperando para desayunar como Dios le manda a ella.

Consciente y voluntariamente, me dejé el móvil y para las ocho de la mañana estaba en nuestra casa para continuar con la delicada tarea de seguir vaciando los armarios, quitar el polvo a los distintos objetos allí desterrados los últimos meses… Poco después, desayunada e informada, llegó mi mujer y más tarde fueron llegando nuestros hijos.

Si cuando vaciamos el piso hicimos una limpieza de la que se beneficiaron desde los Traperos de Emaus hasta los contenedores de ropa, ayer le dimos una vuelta de tuerca y ya tenemos media docena de cajas con material para reciclar o para darle un uso que nosotros no le vamos a dar a objetos que no hacían otra cosa que ocupar espacio y acumular polvo. Por poner dos ejemplos, una colección de 12 copas de cognac (en casa no bebemos) o una preciosa azucarera que nos regalaron por nuestra boda, tan bonita como poco práctica.

Empezamos a vaciar las cajas y a llenar las estanterías, los cajones y las baldas con libros, fotos, recuerdos, aparatos diversos… y la radio que sigue sin aparecer.

Y la primera gran crisis: estamos sin internet. Para quienes el acceso a la red es tan vital y tan de primera necesidad como la luz y el agua, es un jarro helado de ídem.

Una parada para comer, volvemos a casa de la ama y mientras mi mujer hace la comida, yo voy preparando cosas para llevar. Poco después de las tres estábamos de vuelta y seguimos con la cajas, los armarios…

Empezamos a probar los electrodomésticos. Funcionan. Son intuitivos y fáciles de manejar… para alguien como mi hijo, que nació en un mundo digital, y no tan sencillos para alguien como yo, a quien no obedecen los dispositivos táctiles. ¡Qué nostalgia de aquellos móviles con teclas!

A las ocho de la tarde, destrozados, dejamos el piso más o menos habitable, aunque sin internet, y volvemos a nuestra segunda casa, a ochocientos metros de la que acabamos de dejar. Mientras mi mujer hace la cena, yo pongo una lavadora y cuelgo la ropa.

Por segundo día consecutivo, en no sé cuántos años, tampoco enciendo el PC y me acuesto de mal humor después de escuchar que han detenido a Puigdemont, tras encarcelar la víspera a la plana mayor de los independentistas catalanes, mientras siguen en la calle los Ratos, los Urdangarines y todos los políticos corruptos y ladrones.

Escribo este post desde el curro, una vez terminada mi jornada laboral, antes de volver a casa y seguir con el come back, con la esperanza de que nos hayan devuelto la conexión a internet y de que aparezca la radio.


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