viernes, 10 de agosto de 2018

Madrugada del 13 de julio. En casa y a salvo.

Bueno, ya pasó. Miró el reloj, que marcaba la 1:30. Estaba en casa, a salvo. La tortura, física y, sobre todo, psíquica, apenas había durado media hora, en la que trató mitigar el dolor, a costa de un suplicio mental que le seguía castigando, llevándole de la rabia a la resignación y de la venganza a la flagelación, pasando de largo por la estación de la autoestima y cerrando las vías del perdón.

Buscó en el móvil el teléfono de Iñaki, lo apuntó en un papel y le puso un whatsapp con el móvil que utilizaba para camuflar su identidad, que no quería comprometer bajo ningún concepto. Contaba con que estuviera despierto y suficientemente sobrio: ‘Iñaki, cuando puedas, llámame a este móvil. Estoy en un gran apuro. Cuando lo hagas, sabrás quién soy, pero, por favor, no me llames por mi nombre.’ Esa era la clave para que la pudiera identificar.

Iñaki Ilundain era un viejo amigo de la facultad, posiblemente su mejor amigo, incluyendo a las mujeres, con el que, puntualmente, se permitía algún desahogo sexual. Abogado penalista, trabajaba en el despacho de su padre y, pese a su juventud, se había ganado una cierta reputación, gracias a un par asuntos localmente mediáticos. Su simpatía natural, su elegancia en el vestir y su apostura causaban estragos entre la grey femenina del Palacio de Justicia de Pamplona.

No tardó ni un minuto en recibir la llamada: ‘Gabon, princesa sin nombre ¿qué desea de este humilde súbdito?’. Por el tono, se le notaba alegre, aunque no demasiado achispado. Estaba en la calle. El ruido de fondo, le hacía levantar la voz. Y acompañado, por las bromas que se mezclaban con su voz.

Sabía que con él podía ser muy directa y no se cortó: ‘¿Puedes subir a casa? Antes de que lo digas, no es para follar ¿vale? No tengo la madalena p’a pespuntes’

La carcajada evidenció que se lo tomaba bien: ‘Estoy muy cerca. Dame cinco minutos’. Y colgó. A la 1:40 sonó el portero automático y dos minutos después le abrió la puerta de casa. Se la encontró vestida con una amplia camiseta, mientras que en suelo reposaban unos pantalones blancos no demasiado sucios, unas bragas rotas y una camiseta desgarrada. El pañuelico rojo seguía anudado a su cuello, que presentaba marcas que solo apreció cuando ella se abalanzó sobre él.

‘Gracias por venir, Iñaki’, le dijo, mientras se aferraba a él con todas sus fuerzas y rompía a llorar. Eran las lágrimas contenidas hasta entonces por la humillación, la furia, la indignación, la ira, la impotencia, la desesperación, el resentimiento, la repulsión, la repugnancia y el asco, que se desbordaron en un vómito incontrolable, que estalló entre los dos.  ‘Me van violado’, consiguió articular con la voz entrecortada por un llanto inagotable.

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