miércoles, 11 de noviembre de 2020

Misa de 12

Desde que vio que algunos políticos de referencia asistían regularmente a misa -y hasta alardeaban de ello- retomó la vieja costumbre y si el domingo estaba en el pueblo, por no tener ningún acto oficial en su agenda, asistía a la que cuando era un niño se conocía como la Misa Mayor.

Su presencia en esa misa, acompañado siempre por su mujer, derivó en un aumento del aforo de la iglesia, que contrastaba con los bancos casi vacíos de los meses y años precedentes.

Lo de la pandemia, con el confinamiento decretado por el Gobierno de España el 14 de marzo, trajo en cadena el cierre de las iglesias. Cuando volvieron a abrir, con el aforo a un porcentaje más que suficiente para satisfacer las necesidades espirituales de los parroquianos, dejaron pasar el primer domingo y volvieron al siguiente

Así pues, volvió a la misa de 12 de los domingos, con el complemento de la mascarilla, imprescindible en cualquier aparición pública, fotografía, reunión, visita o entrevista en la que estuviera presente.

Eran las once y media de una mañana soleada de otoño y se había terminado de vestir la ropa que su mujer le había dejado encima de la cama: traje azul marino, camisa blanca, corbata azul muy oscura, casi negra y una mascarilla, también negra, con una discreta inscripción a favor del euskera, en letras blancas, verdes y rojas. Le extrañó lo del traje, porque los domingos se vestía con prendas menos formales, pero no dijo nada. Aunque era persona con mucho poder, sabía dónde ejercerlo y dónde actuar con la sumisión que se le supone al marido y al yerno ideal que era para todas las mujeres de su entorno y también para sus votantes.

Llegaron a la iglesia a las 11:55. Como de costumbre, tomaron asiento en el cuarto bando a la derecha, rezaron, cantaron, comulgaron y participaron en la liturgia como buenos católicos.

A la salida, el momento más embarazoso, compartieron alguna breve charla con familiares y vecinos, mientras los escoltas, discretamente, observaban a unos metros de distancia.

Cuando ya estaban abandonando el recinto, se le acercó Miren, amiga de su madre y como de la familia; una viuda de más de ochenta años, con una envidiable vitalidad y mucho peso en el pueblo, de cuya corporación municipal formó parte hasta que fue sustituida en las listas por su hijo, un médico del hospital comarcal más próximo, con el que había ido a la ikastola.

Miren vivía en la vieja casa familiar, próxima a las pistas de atletismo y el polideportivo, ubicados en la orilla del río, un lugar ideal para correr y hacer deporte. No era la primera vez que le venía con el tema y hasta había escrito dos cartas al director en el periódico, reclamando que quienes salían a correr lo hicieran con mascarilla, como el resto de la población. Hablando de mascarillas, la que Miren lucía ese soleado domingo de otoño se la había hecho su modista y hacía juego con la blusa de Liberty que llevaba bajo el abrigo.

Tras despedirse amablemente de ella, caminaron unos unos pasos agarrados del brazo. Poco antes de llegar a su casa, en una amplia avenida, se cruzaron con un grupo de media docena de runners, sin mascarilla, sudorosos y charlando animadamente entre ellos. Creyó escuchar algún comentario despectivo, haciendo caso omiso. Conocía a alguno de los más jóvenes y dudaba que se contaran entre sus votantes

En cuanto los perdieron de vista, con ese gesto entre amable y severo, con esa mueca a medio camino entre la sonrisa y la recriminación, con ese tono entre severo y sugerente, su mujer le dijo: 'algo tendrás que hacer con eso'.

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