Vengo del funeral de uno de los buenos jefes que tuve en mi etapa profesional. Hace ya mucho de aquello, más de 30 años. Yo estaba a punto de cumplir 33 años y él tendría poco más de 50, muy bien llevados. Era un tipo más temido que respetado, de los de la vieja escuela. Los modernos del management dirían que estaba orientado a la tarea. No era un tipo carismático, ni falta que hacía.
Era exigente, retador, competitivo, de los que te ponía a prueba. No era dado a los halagos ni los aceptaba. Tenía un fino sentido del humor, a veces negro, combinado con una ironía inteligente.
Yo había promocionado, venía de otro entorno y nunca fui un tipo dócil, lo que derivó en alguna bronca, de la que yo salí perdiéndole el miedo y él se ganó mi respeto.
Valoraba la eficacia y la profesionalidad, por encima de la lealtad y la dedicación. Era coherente, previsible y de fiar.
Fueron poco más de dos años. Después tuve otro jefe, más simpático, pero menos eficaz. Menos exigente, pero más escurridizo.
Al tiempo, se jubiló, mejor dicho, lo prejubilaron, aunque le gustaba su trabajo y le gustaba trabajar.
Después de aquello, tuve poco trato con él, teníamos distintos gustos y aficiones, pero las pocas veces que coincidimos, descubrí a un gran conversador y un gran escuchador.
Si existe el cielo y tienen por allí algún área o departamento en los que poner orden y sensatez, que cuenten con él. No les defraudará.
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