miércoles, 8 de abril de 2020

Un desahogo

Me lo he tropezado esta mañana, justo delante del portal de casa, sobre las ocho menos diez, cuando, como todos estos días de confinamiento indiscriminado, salía a comprar el pan y el periódico, a menos de cien metros de donde estamos viviendo y conviviendo pacíficamente mi mujer, que está teletrabajando, casi de sol a sol, y yo, que sigo jubilado.

Para preservar su identidad le llamaremos Daniel. Si no ha llegado ya, andará por los cuarenta. Está casado y es padre de dos hijos, chica y chico, a los que les echo entre ocho y seis años, que son tan guapos como sus padres.

Daniel vive cerca de aquí y para ir a trabajar tiene que caminar unos quince minutos. Iba impecablemente vestido, como de costumbre: traje azul marino, camisa blanca con finas rayas azules, corbata en los mismos tonos y zapatos negros perfectamente lustrados. Lucía la mejor de sus sonrisas, y me ha venido a la cabeza aquello que comentó mi mujer de él cuando le conoció hará unos doce años: si midiera cinco centímetros más, sería perfecto.

Ingeniero de formación, trabaja como técnico cualificado en una gran empresa y me ha extrañado verle vestido así y a esas horas, cuando, por lo que sé de su trabajo, podría hacerlo perfectamente desde casa, lo mismo que su mujer (la llamaremos Naiara), que trabaja en un banco, cuya labor -no entiendo por qué- el Gobierno de España considera esencial.

Guardando las distancias, nos hemos saludado y Daniel, incisivo e intuitivo como es, adivinando mi cabreo por el confinamiento, o quizá porque sea uno de los que se flagela con la la lectura de este blog, me ha tirado de la lengua y yo no he tardado en entrar al trapo.

Tras mi desahogo, le he comentado mi extrañeza por que estuviera yendo a trabajar y también por cómo llevaban el confinamiento, con quién dejaban a los niños por la mañana...

Con la elegancia que le caracteriza, sin un mal gesto, me ha dicho que su jefe va a trabajar físicamente a la sede de la empresa y exige que quienes depende de él esté igualmente presentes. Pese a lo absurdo de la situación, lo lleva relativamente bien porque, viendo la botella medio llena, entre ir y venir se da un paseo de media hora, que es el único ejercicio que hace, sin contar el trajín de los niños encerrados en casa y las carreras que se pega con ellos en el garaje, al que los lleva por las tardes para que se desfoguen un poco con las bicis durante una hora. 

Tanto sus padres como sus suegros son abuelos de espíritu joven, gozan de buena salud y viven cerca de ellos, así que se van turnando por las mañanas para ocuparse de los niños. Como buen ingeniero, tiene un calendario perfectamente programado, al que, desde mañana, le darán una tregua. Naiara y él tenían vacaciones programadas desde mañana hasta el lunes 20. En vez bajar a Cádiz con los niños, se quedarán en casa con ellos, a ver si en once días son capaces de descontaminarlos de la crianza  tolerante y permisiva de los abuelos. Ve complicado que este curso puedan volver a la ikastola y no sabe cómo les puede afectar este paréntesis de seis meses, contando con que puedan volver en septiembre.

Tiene unas ganas locas de volver a la normalidad y me ha confesado que lleva sin salir a correr desde el 15 de marzo. Es lo que más echa de menos.

Después de escucharle, algo se me ha removido por dentro. Yo no tengo unos niños a los que cuidar, ni un jefe estúpido que me obliga a salir de casa sin necesidad. 

Y aunque lo de correr, en mi caso, se limita a unos ejercicios de técnica de carrera en el pasillo, tengo una bicicleta estática con la que torturarme durante una hora cada día

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