

Apenas habían andado unos metros cuando se
encontró con Sandra, la responsable de la tienda, que salía de su despacho, al
que le invitó a entrar, tras despedir al chico: ‘Eskerrik asko! Mikel. Buenas tardes, Don Miguel, Ane le espera dentro.’,
a la vez que le estampaba un beso en cada mejilla y le dejaba un rastro de
perfume tan discreto y elegante como ella.
Dentro de aquel despacho, que no conocía, se
sintió como esos toros que saltan a la plaza y en vez de correr alocadamente,
se quedan parados, como aturdidos y fuera de lugar. Ane corrió hacia él, le
abrazó y le dio dos sonoros besos: ‘¡Qué
pronto has venido, aitatxo!’. Había salido de casa con un vestidito ligero,
que tenía un corte como el de las camisetas de tiras que él se ponía para
correr, cuya tela acababa mucho más arriba que las rodillas, dejando a la vista
unas piernas firmes y también sensuales, y a la imaginación un cuerpo no menos
sensual. Sin embargo, allí vestía el uniforme de la firma: pantalón negro y una
camiseta también negra, que parecían hechos a medida para un cuerpo de muñeca
como el suyo.
- Bueno, hija,
date prisa que a las cuatro y media tengo una firma en la notaría. Por cierto,
si puedes, escápate un momento para que te presente al doctor Larrañaga, el
traumatólogo, es un viejo amigo de mi época de estudiante que siempre me
pregunta por ti. ¿Te acuerdas de aquella fractura en el codo cuando eras una
niña? Fue él quien te operó.
- Claro que me
acuerdo, aita, pero no era una niña,
tenía quince años y me quedé sin ir al campeonato de España.
- ¡¡¡¡Jajajaja!!!!
Es verdad, Ane, menudas lloreras tuvimos que escuchar. Entre el codo y tu
relación con Aitor, que había empezado en la concentración de Semana Santa,
menudo verano nos diste.
En cuanto escuchó el nombre de su novio, se puso
repentinamente seria, bajó la mirada y empezó a llorar, mientras con la voz
entrecortada le decía: ‘De Aitor te
quiero hablar, aitatxo’.
A Miguel García Bengoechea, su edad y su oficio
le habían convencido de las bondades de la escucha y reprimió el comentario que
le había llegado a la punta de la lengua y hasta el tono esperanzador en que
hubiera preguntado: ‘¿Qué pasa con Aitor?
¿Lo habéis dejado?’. Se mordió la lengua, agarró a su hija por el cuello
con su mano izquierda, le quitó dos lágrimas con el dedo índice de la mano
derecha y le dijo: ‘Vamos a sentarnos y
cuéntame qué ha pasado. No tengo prisa.’
Mientras Ane volvía a sentarse en la misma silla
que había ocupado unos minutos antes, cuando estaba con Sandra, su padre mandó
dos rápidos whatsapps. El primero,
para su secretaria: ‘Llegaré tarde a la
firma, Maribel. Discúlpame con los clientes’. El segundo para su cliente y
a la vez amigo: ‘Barkatu, Gabino, tardaré
como media hora en llegar. Tómate una cerveza en el Iturrioz y diles que la
apunten en mi cuenta.’
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