Como cada vez que se pasaba con
la sidra, se despertó con una tremenda resaca. Había ignorado la diana del
despertador, que había puesto a las 7:00, y al ver que su I-Phone marcaba las
11:11, maldijo esa decisión. Toda la mañana perdida.
La bertso-afaria de la víspera, fuera de temporada, la hicieron en
Gartziategi, como parte del programa turístico, gastronómico y cultural
organizado por la Euskal-Etxea de Rosario (Argentina) para un grupo de cuarenta
vascos residentes allí, que venían a disfrutar de la Semana Grande donostiarra
y la Aste Nagusia de Bilbao. Se suponía que esos argentinos hablaban o al menos
entendían el euskera, pero a Maider le dio la impresión de que no se enteraban
de nada. Presumían de hablarlo entre ellos y le constaba que daban clases a sus
hijos y nietos, porque una compañera suya, Maialen, recién terminada la
licenciatura en filología vasca, había pasado un año allí, enseñando euskera en
la Euskal Etxea. Le pagaban bien y en dólares, pero le ofrecieron entrar en las
listas de E.H. Bildu para el ayuntamiento de Hernani y volvió a casa. Actualmente
era concejal responsable de cultura y euskera, cobrando poco más de 33.000
euros al año.
Fue Maialen quien contactó con
Maider para organizar la bertso-afaria.
Le ofreció 500 €, a repartir entre otro bertsolari
y ella. Llamó a Jon Mendizabal, que le agradeció la oferta. El año estaba
siendo flojo y 250 € por un par de horas, además de comida y bebida a
discreción eran una buena oferta. Nada que ver con lo que habían llegado a
cobrar años atrás, pero suficiente para ir pagando las facturas y la hipoteca.
Maider Iriarte no tenía esos
problemas. Nacida en el seno de una familia acomodada, fue muy buena
estudiante. Para disgusto de sus padres, que la querían orientar a una carrera
de ciencias con buena salida profesional, como medicina o ingeniería, a las que
hubiera podido acceder por su brillante expediente académico, se decantó por
estudiar filología vasca. Para compensarles, accedió a estudiar en paralelo
filología inglesa. Hizo las dos carreras en paralelo y las terminó con la misma
brillantez que había acreditado en su etapa escolar.
Criada en un ambiente
nacionalista muy tradicional, desde muy joven se interesó por los bertsos, a los que su padre era muy
aficionado. Con apenas 12 años, comenzó a practicar en la ikastola Zurriola,
destacando en todos los campeonatos escolares, hasta el punto de que, con 16
años, debutó en una plaza pública junto a tres consagrados bertsolaris. Prácticamente desde entonces, vivía de esa actividad y
era una de las figuras más reconocidas.
También trabajaba como guionista
para la televisión vasca, escribía letras para distintos grupos y cantantes en
euskera, había publicado dos libros de poesía y, desde hacía un par de años,
había desempolvado su oxidado inglés para hacer traducciones.
Vivía sola en un ático en Sagués,
propiedad de sus abuelos, que podría comprar con el dinero ganado y ahorrado en
los últimos años, ya que llevaba una vida muy frugal y austera. Apenas gastaba
en ropa y se arreglaba con camisetas y ropa interior de mercadillo, pantalones
de chándal y sudaderas de algodón. Su único gasto en peluquería era algún corte
radical, que le podía durar dos años. No tenía ni coche ni carné de conducir y
se desplazaba con una bici vieja que compró cuando hizo el Erasmus en
Amsterdam, por la que pagó 50 euros.
Aunque en sus comienzos era una
chica tirando a gordita, se había estilizado mucho, manteniendo su constitución
atlética, alta y fibrosa, con apariencia andrógina, que acentuaban su forma de
vestir, andar y comportarse. Siempre se había movido en entornos masculinos y
no recordaba haberse maquillado o puesto un vestido en los últimos diez o
quince años. La víspera, apareció en la bertso-afaria
con unas alpargatas de esparto, un holgado pantalón de chándal negro, una
camiseta verde oscura con forma de saco y una sudadera gris con capucha y
cremallera. El pelo, que lo tenía bastante largo, se lo recogió en un moño.
Tal cual se levantó de la cama,
se desnudó y se fue a la ducha, dejando en marcha la preparación de una
cafetera. Al salir, se tomó un tazón de café bien caliente, se puso unas mallas
cortas negras un sujetador deportivo de Decathlon y una camiseta de tiras
también negra. Bajó al portal, de donde cogió la bici que guardaba en el
trastero y se fue al CrossFit de Ibaeta, a sudar la sidra de la víspera.
Después de la paliza, volvería en
bici, completando casi 13 km, se volvería a duchar, se prepararía unas vainas
con quinoa, descansaría media hora y se vestiría para la misteriosa cita a la
que le había invitado Anya Ibarrondo, una rusa de origen vasco, que
vivía en Biarritz, a la que conoció en un festival celebrado en febrero en esa
localidad de Iparralde. Habían quedado en el Hotel María Cristina a las 16:30.
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