viernes, 9 de agosto de 2019

Patético: penoso, lamentable o ridículo

Patético: penoso, lamentable o ridículo. Esa había sido la percepción de Aiora Lasa sobre el comportamiento de Alejandro Ansorena, jefe del servicio de Cirugía Ortopédica y Traumatología del Hospital Universitario de Donostia. De madrugada, desde Urgencias, les habían derivado a una paciente de 87 años, con una aparatosa fractura de fémur, que no paraba de quejarse y de reclamar un médico 'de verdad' y una atención inmediata.

En esas estaban, cuando, a las 8:30, llegó el Dr. Ansorena, un tipo atractivo, con aspecto de señorito andaluz, que parecía recién llegado del cortijo, vistiendo unos pantalones rosas de pinzas y una camisa de cuadros a juego, debajo de una bata inmaculadamente blanca, recién planchada, y luciendo un peinado engominado, que trataba de contener unos rizos rebeldes. El chaleco de plumas se lo habría dejado en la taquilla. Apestaba a perfume y fue derecho donde la señora, acompañada por su hijo, que tendría la edad del aita y que a duras penas gestionaba las salidas de tono de su madre.

- Menos mal que ha venido, doctor, me he caído en casa, cuando me he levantado a orinar. Han pasado más de cinco horas desde entonces y nadie me hace nada.

- Tranquila, Mari Cruz –el Dr. Ansorena sabía seducir a ese tipo de pacientes y se había fijado en el nombre que figuraba en el cartel sobre la cama- ahora mismo estamos con usted.

Dirigió su mirada a Aiora, que tenía recogida en un moño su rubia cabellera y vestía el uniforme blanco de los MIR, con el nombre bien claro en el bolsillo de la blusa.

- A ver, rubia, tráeme la carpeta de Mari Cruz.

‘La rubia se llama Aiora ¿o es que no sabes leer?’ pensó Aiora mientras le acercaba la carpeta con el informe preliminar, los análisis, las radiografías, el amplio historial médico, la medicación que tomaba y la que le habían dado para calmar el dolor.

- Bueno, Mari Cruz, es una fractura bastante limpia y tenemos que operarle, una vez más. La vamos a dejar ingresada, a la espera de que nos den un quirófano.

- ¿Quién me va a operar, doctor? -Le dijo la paciente, con una inocencia y candor que desmentían la determinación con la que se había conducido hasta entonces- Me da miedo que me toque alguno de estos médicos jóvenes.

- No se preocupe, Mari Cruz, nuestro equipo se ocupará de usted y todo saldrá estupendamente.

Antes de seguir con el siguiente paciente, se dirigió a Aiora y en un tono firme y autoritario, para que quedara claro quién mandada allí, le dijo:

- La espero en mi despacho a las diez. Sea puntual, por favor, no como la última vez.

Sin oportunidad de réplica, salió de la sala, dirigiendo la más encantadora de las sonrisas a la paciente.

A las diez en punto, llamó a la puerta del Dr. Ansorena, sin obtener respuesta. Cuando intentó abrirla, comprobó que estaba cerrada. No le quedaba más remedio que esperar. Quince minutos después, apareció Alejandro Ansorena, ya sin bata blanca y con el chaleco de plumas azul marino.

Sin disculparse, la invitó a pasar. No era la primera vez que visitaba aquel despacho, aunque recordaba muy bien aquella primera vez, hacía un par de meses, después de haber acabado su turno, vestida con un pantalón vaquero muy ceñido y una camiseta blanca, que dejaba al aire su ombligo, en el que lucía un piercing.

- ¿Dónde tienes el tatuaje, rubia? –le preguntó Ansorena, mientras la desnudaba con la mirada- El Dr. Imaz me ha dicho que eres muy buena y muy fuerte. ¡Cualquiera lo diría!

- El Dr. Imaz es muy amable. He aprendido mucho con él –le contestó Aiora, con una mirada gélida- ¿Para qué quería verme, doctor?

- Me puedes llamar Alejandro, nunca Alex, cuando estemos a solas. Cuando haya más gente, Dr. Ansorena ¿de acuerdo? Si hay algo que pueda hacer por ti, me lo dices…

Tras un largo silencio, se levantó de la silla, se puso al otro lado de la mesa, se sentó encima, le puso una mano en el hombre y fue un poco más lejos.

- A mí se me ocurren algunas ideas, pero para eso tenemos que ponernos de acuerdo ¿verdad?

- A mí también se me ocurren algunas ideas y la primera es que me quite esa mano de encima.

Ansorena retiró la mano muy despacio, volvió al otro lado de la mesa, se sentó en su silla y la despidió:

- Empezamos mal, rubia.


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