Patético: penoso, lamentable o
ridículo. Esa había sido la percepción de Aiora Lasa sobre el comportamiento de
Alejandro Ansorena, jefe del servicio de Cirugía Ortopédica y Traumatología del
Hospital Universitario de Donostia. De madrugada, desde Urgencias, les habían
derivado a una paciente de 87 años, con una aparatosa fractura de fémur, que no
paraba de quejarse y de reclamar un médico 'de verdad' y una atención inmediata.
En esas estaban, cuando, a las
8:30, llegó el Dr. Ansorena, un tipo atractivo, con aspecto de señorito
andaluz, que parecía recién llegado del cortijo, vistiendo unos pantalones rosas
de pinzas y una camisa de cuadros a juego, debajo de una bata inmaculadamente
blanca, recién planchada, y luciendo un peinado engominado, que trataba de
contener unos rizos rebeldes. El chaleco de plumas se lo habría dejado en la
taquilla. Apestaba a perfume y fue derecho donde la señora, acompañada por su
hijo, que tendría la edad del aita y
que a duras penas gestionaba las salidas de tono de su madre.
- Menos mal que ha venido, doctor, me he caído en
casa, cuando me he levantado a orinar. Han pasado más de cinco horas desde
entonces y nadie me hace nada.
- Tranquila, Mari Cruz –el Dr. Ansorena sabía
seducir a ese tipo de pacientes y se había fijado en el nombre que figuraba en
el cartel sobre la cama- ahora mismo estamos con usted.
Dirigió su mirada a Aiora, que
tenía recogida en un moño su rubia cabellera y vestía el uniforme blanco de los
MIR, con el nombre bien claro en el bolsillo de la blusa.
- A ver, rubia, tráeme la carpeta de Mari Cruz.
‘La rubia se llama Aiora ¿o es
que no sabes leer?’ pensó Aiora mientras le acercaba la carpeta con el informe
preliminar, los análisis, las radiografías, el amplio historial médico, la medicación
que tomaba y la que le habían dado para calmar el dolor.
- Bueno, Mari Cruz, es una fractura bastante
limpia y tenemos que operarle, una vez más. La vamos a dejar ingresada, a la
espera de que nos den un quirófano.
- ¿Quién me va a operar, doctor? -Le dijo la
paciente, con una inocencia y candor que desmentían la determinación con la que
se había conducido hasta entonces- Me da miedo que me toque alguno de estos
médicos jóvenes.
- No se preocupe, Mari Cruz, nuestro equipo se
ocupará de usted y todo saldrá estupendamente.
Antes de seguir con el siguiente
paciente, se dirigió a Aiora y en un tono firme y autoritario, para que quedara
claro quién mandada allí, le dijo:
- La espero en mi despacho a las diez. Sea puntual,
por favor, no como la última vez.
Sin oportunidad de réplica, salió
de la sala, dirigiendo la más encantadora de las sonrisas a la paciente.
A las diez en punto, llamó a la
puerta del Dr. Ansorena, sin obtener respuesta. Cuando intentó abrirla,
comprobó que estaba cerrada. No le quedaba más remedio que esperar. Quince minutos después, apareció Alejandro Ansorena, ya sin bata
blanca y con el chaleco de plumas azul marino.
Sin disculparse, la invitó a
pasar. No era la primera vez que visitaba aquel despacho, aunque recordaba muy bien
aquella primera vez, hacía un par de meses, después de haber acabado su turno,
vestida con un pantalón vaquero muy ceñido y una camiseta blanca, que dejaba al
aire su ombligo, en el que lucía un piercing.
- ¿Dónde tienes el tatuaje, rubia? –le preguntó
Ansorena, mientras la desnudaba con la mirada- El Dr. Imaz me ha dicho que eres
muy buena y muy fuerte. ¡Cualquiera lo diría!
- El Dr. Imaz es muy amable. He aprendido mucho
con él –le contestó Aiora, con una mirada gélida- ¿Para qué quería verme,
doctor?
- Me puedes llamar Alejandro, nunca Alex, cuando
estemos a solas. Cuando haya más gente, Dr. Ansorena ¿de acuerdo? Si hay algo
que pueda hacer por ti, me lo dices…
Tras un largo silencio, se
levantó de la silla, se puso al otro lado de la mesa, se sentó encima, le puso
una mano en el hombre y fue un poco más lejos.
- A mí se me ocurren algunas ideas, pero para eso
tenemos que ponernos de acuerdo ¿verdad?
- A mí también se me ocurren algunas ideas y la
primera es que me quite esa mano de encima.
Ansorena retiró la mano muy
despacio, volvió al otro lado de la mesa, se sentó en su silla y la despidió:
- Empezamos mal, rubia.
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