Miguel salió muy preocupado. La
entrevista apenas duró una hora y a las 13:30 la rusa entró en un Mercedes
negro que conducía el que parecía su chófer particular. Se despidió con la
misma frialdad con la que le había saludado al llegar y con la que le había
explicado su proyecto, un proyecto que, al parecer, contaba con el visto bueno
o al menos con la tolerancia del Partido.
Fue Xabier quien había concertado
la entrevista, en la sede gipuzkoana del PNV, tras enterarse, en una
conversación casual, que conocía a Anya Ibarrondo. Se preguntaba hasta qué
punto aquella fue una conversación casual y en qué medida se trató de un hábil interrogatorio.
Creía recordar que había sido el pasado verano, cuando todavía estaba
trabajando.
Su conocimiento de la rusa era
estrictamente profesional. Geninay era un laboratorio en la vanguardia de
ingeniería genética y siempre que habían necesitado de ellos en el laboratorio
de Inmunología del Hospital Universitario de Donostia, habían recibido una
respuesta excelente, superando, más de una vez, sus mejores expectativas. Anya
era una persona eficaz, directa, clara y resolutiva. Las cuestiones del día a
día las delegaba en su equipo, estando al corriente de los resultados y de las
incidencias, en cuya resolución se notaba el buen criterio de la rusa.
Si nunca se había complicado
demasiado la vida en el plano profesional, familiar o social, dejándose llevar,
sorteando hábilmente las decisiones complejas, y nadando siempre a favor de
corriente, ya felizmente jubilado, se enfrentaba a un cauce que no se sentía
capaz de controlar. ¿Tenía que hablar con Xabier y tirarle de la lengua? ¿O
sería mejor pasar del asunto y que se buscaran a otro?
Mientras bajaba andando,
aprovechando el magnífico día que había salido el 6 de agosto, dejó la mente en
blanco. En poco más de un cuarto de hora, a paso ligero, llegó a casa, en la
Avenida de Tolosa. Su mujer, Edurne, estaba en la cocina, lidiando con unas
rodajas de bonito, mientras pochaba cebolla en una sartén. En un perol estaba
cociendo unas vainas con patatas y tenía al lado unas guindillas verdes, para
freír.
Miguel echó mano de la cuña de
queso de Idiazabal que siempre había en la cocina, cortó un triángulo, cogió un
trozo de pan y se sirvió un vaso de vino, mientras iba poniendo la mesa para
comer. Serían tres, porque su hijo, Asier, estaba de interrail con su novia por
centroeuropa.
- ¿A qué hora llega Aiora?
- A mí me ha dicho que a las dos, pero ya sabes lo
poco puntual que es tu hija.
Edurne no perdía oportunidad de
lanzarle una puya, con escaso éxito, porque Miguel evitaba entrar al trapo,
pero con una constancia digna de mejores resultados.
- ¿Qué has hecho esta mañana? Te han visto dándole
al txakolí en la Casa del Pueblo. Como se enteren en Sabin Etxea, te vas a
tener que inventar una buena historia.
La providencia llegada de Aiora
evito un tercer puyazo. Tan zalamera como siempre, entró en la cocina, besó a
mu madre mientras le decía: Ze mouz
amatxi? Probó las vainas y la cebolla
y se bebió un vaso de agua del grifo. Después, fue donde su padre, le abrazo,
le besó y se fue a la ducha.
Venía completamente sudada, tras
hacer crossfit en Igara, ponerse una sudadera por encima y recorrer en bici los
dos kilómetros y medio hasta su casa.
A Miguel le divertía mucho que su
hija hiciera un deporte en apariencia tan poco femenino. Cambió de opinión un
par de meses antes, cuando vio a Aiora en una competición-exhibición en la
playa de La Concha y los jardines de Alderdi Eder. Fuerte, coordinada, concentrada,
con una mirada fiera… y muy sexy. Pero su madre no podía entender que una chica
se pusiera a hacer astakeris –así las
llamaba ella- con un grupo de chicos con pinta de brutos.
- Esta hija tuya, Miguel,
cualquier día nos va a dar un disgusto.
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