A la muerte de su madre, dos años atrás, Agustín, hijo único y
heredero, se había instalado en la vivienda familiar de Miranda de Ebro. A su
padre, fallecido en un accidente de coche, cuando tenía cinco años, apenas
llegó a conocerlo.
Acababa de cumplir 50 años y estaba en fase de asimilación al cambio
de una gran ciudad como Madrid a un pueblo como Miranda, donde le habían
acogido muy bien. Nunca había faltado por Navidades, ni por las fiestas
patronales de la Virgen de Altamira, que se celebran cada 12 de septiembre.
Llevaba treinta años fuera, desde que, en la primavera de 1988, se
trasladó a Madrid, a la residencia Blume, en el marco del programa ADO, que
tenía como objetivo brindar a los deportistas españoles de élite los
medios y recursos necesarios para lograr un buen resultado de cara a los Juegos
Olímpicos de Barcelona 1992. Él se quedó fuera. A principios de los años 90,
España disfrutaba de una gran generación de fondistas: Abel Antón y Martín Fiz
le quitaron la plaza en los 5.000 metros, que era su prueba.
El paso al maratón de atletas
como ésos, le dejó un hueco, que aprovechó bien, y le permitió
profesionalizarse y sacar partido de los mejores años del atletismo español, hasta
que llegó la sanción por doping, que acabó con su carrera, con 33 años y sin
oficio ni beneficio.
De la mano de su representante,
que se había focalizado en el mercado africano, con atletas de Kenia, Uganda y
Somalia, empezó a gestionar a media docena de atletas españoles, y fue
creciendo hasta llegar a los casi cincuenta que representaba quince años
después. La cantidad no se correspondía con la calidad y a día de hoy a duras
penas sacaba con esos cincuenta atletas lo que ganaba al principio con diez. El
perfil de los atletas de su generación nada tenía que ver con los de ahora, que
contaban con muchos más medios y mejores instalaciones, pero mucho menos
sacrificados, más cómodos y más pendientes de su imagen que de entrenar hasta
la extenuación, como lo hacían treinta años atrás.
Vivir y trabajar en Madrid se
había vuelto muy caro y en Miranda estaba empezando a respirar de nuevo. Se
ahorró más de mil euros mensuales de alquiler y también un pico en alimentación
y transporte.
Seguía teniendo relación con
algunos exatletas y la había retomado con Enrique Uriarte, de su misma edad y abogado
mercantil con despacho en Bilbao, que le había dado acceso a algunos atletas
vascos, a los que había empezado a mover en el magro mercado del atletismo
español. También a través de Enrique había entrado en contacto con otros
mercados, menos expuestos a la luz y mucho más lucrativos. Como decía Enrique,
se trataba de ser un conseguidor
Mikel Agirre era uno de los
atletas vascos con los que había empezado a trabajar. Un mediofondista talentoso
en su etapa junior, en la que fue doble campeón de España de 800 metros, en
pista cubierta y al aire libre, que se había decantado por su carrera de
ingeniero, perdiendo un poco el hilo, aunque sin dejar de estar en todas las
finales de 800 y 1.500 metros de los Campeonatos de España. Era un
mediofondista clásico, de los de la vieja escuela, de los que corría el 800 y
el 1.500. Tenía 24 años y en julio había sorprendido a todos haciendo 1:46.11
en 800, el día 17 en Barcelona; y 3:37.11 en 1.500, el día 30 en Pamplona, muy cerca
de las mínimas para el Mundial de la IAAF en Doha: 1:45.80 y 3:36.00. En su
última conversación, en Pamplona, le había pedido carreras para hacer alguna de
esas mínimas, antes del Campeonato de España, programado para el 31 de agosto y
el 1 de septiembre en La Nucia, un pueblo de 18.000 habitantes próximo a
Benidorm.
Sin embargo, ayer anoche le llamó
para ofrecerle algo muy distinto. Sabía que madrugaba para trabajar y le había
vuelto a llamar nada más levantarse, pero no le cogía el teléfono.
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