Puntual, a las 12:30, el taxi le
dejó en el número 20 del Paseo de los Pinos. Entró, saludó y preguntó por Anya
Ibarrondo. Le dijeron que había llegado cinco minutos antes y que le esperaba
en la sala número 7, tal como habían acordado. Tocó la puerta, esperó un
segundo y entró.
De pie, con una taza de café en
la mano, se encontró con una mujer alta, esbelta, pero fuerte. Tenía el pelo rubio
recogido en un moño. En su cara centelleaban dos ojos azules y sobresalían unos
pómulos marcadamente eslavos. Iba muy maquillada y lucía un vestido azul, como
sus ojos, que resaltaba su figura y acababa por encima de las rodillas, dejando
ver unas piernas casi perfectas, tan blancas como sus brazos. Las uñas de sus
manos y pies, envueltos en unas delicadas sandalias con tiras azules y medio tacón,
brillaban con el mismo tono azul del vestido.
Extendió su
mano derecha y estrechó la de Miguel, manteniendo la distancia entre los dos y
evitando el amago de besarle en la mejilla de su interlocutor, que se interesó
por detalles del viaje de la mujer que conocían como la rusa.
Anya
Ibarrondo había nacido en 1970, en una ciudad que entonces se llamaba
Leningrado y que volvió a su nombre original, San Petersburgo, una vez que
abandonó la Unión Soviética para instalarse en Biarritz. Era bisnieta de Juan
Ibarrondo, un médido de Bilbao, que se había exiliado a Moscu al poco de
comenzar la Guerra Civil española, llevando consigo a su mujer y sus dos hijos.
El mayor, Juan, siguiendo la tradición familiar, también estudió medicina,
decantándose por la investigación. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, se
casó con una química rusa, Marina Kuzmin, con el que tuvo un solo hijo, al que
también llamaron Juan.
El tercer
Juan Ibarrondo de la saga se casó con una física, de nombre Galina Sorokin, que
fue nadadora olímpica en los Juegos Olímpicos de Mexico, donde consiguió dos
medallas, de plata en los 100 metros braza y de bronce en los 200.
Anya fue la primera
hija de ese matrimonio. También estudió medicina y también practicó la
natación, siendo, como su madre, olímpica en Seul 1988, donde fue segunda en
los 200 metros estilos. Además de su lengua materna, el ruso, hablaba inglés,
francés, alemán, español y se defendía muy bien con el euskera.
Instalados en
Biarritz, terminó la carrera de medicina en Paris y se especializó en la
investigación bioquímica, trabajando en los laboratorios Rhône Poulenc, que
dejó cuando fue comprada por la alemana Hoechst. Con la generosa indemnización
que cobró, montó un laboratorio de investigación, Geninay, orientado a la
ingeniería genética, cerca del Parc des Sports D’Aguilera.
Estaba
soltera y vivía en una lujosa villa de campo de golf de Chiberta, donde tenía
un secretario personal, una especie de mayordomo, Jean Etcheverry, y una asistenta
nacida en Venezuela, Itziar Garin, con los que practicaba el euskera.
Conocía a
Miguel Lasa de cuando él trabajaba en el servicio de inmunología del Hospital
Universitario de Donostia, que era uno de los mejores clientes de su
laboratorio. Sabía de su vinculación con los círculos políticos y sociales de
Donostia y pensaba que podría serle útil para orientar y financiar su proyecto.
Le tenía por un tipo extremadamente discreto, cualidad que complementaba con un
estilo personal que le permitía relacionarse con fluidez con todo tipo de
interlocutores.
Acostumbrada
a verle con el uniforme del laboratorio o de traje y corbata, le sorprendió
gratamente verle vestido con un pantalón de tela azul oscuro, de corte vaquero,
un polo de color lila y unas zapatillas New Balance azul marino, con la N en gris.
Llevaba en la mano izquierda un sombrero panamá y lucía en la derecha un reloj
Hamilton.
El objetivo
de Anya era despertar el interés de Miguel. No esperaba grandes aportaciones, a
la vez que quería conocer las objeciones que, sin duda, aflorarían a lo largo
de su exposición, empezando por las cuestiones éticas, sobre las que venía
vacunada, convencida de que, antes o después, lo que la ciencia pueda hacer, lo
hace. Y a sus 49 años sentía que había llegado el momento.
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