miércoles, 14 de agosto de 2019

La rusa

Puntual, a las 12:30, el taxi le dejó en el número 20 del Paseo de los Pinos. Entró, saludó y preguntó por Anya Ibarrondo. Le dijeron que había llegado cinco minutos antes y que le esperaba en la sala número 7, tal como habían acordado. Tocó la puerta, esperó un segundo y entró.

De pie, con una taza de café en la mano, se encontró con una mujer alta, esbelta, pero fuerte. Tenía el pelo rubio recogido en un moño. En su cara centelleaban dos ojos azules y sobresalían unos pómulos marcadamente eslavos. Iba muy maquillada y lucía un vestido azul, como sus ojos, que resaltaba su figura y acababa por encima de las rodillas, dejando ver unas piernas casi perfectas, tan blancas como sus brazos. Las uñas de sus manos y pies, envueltos en unas delicadas sandalias con tiras azules y medio tacón, brillaban con el mismo tono azul del vestido.

Extendió su mano derecha y estrechó la de Miguel, manteniendo la distancia entre los dos y evitando el amago de besarle en la mejilla de su interlocutor, que se interesó por detalles del viaje de la mujer que conocían como la rusa.

Anya Ibarrondo había nacido en 1970, en una ciudad que entonces se llamaba Leningrado y que volvió a su nombre original, San Petersburgo, una vez que abandonó la Unión Soviética para instalarse en Biarritz. Era bisnieta de Juan Ibarrondo, un médido de Bilbao, que se había exiliado a Moscu al poco de comenzar la Guerra Civil española, llevando consigo a su mujer y sus dos hijos. El mayor, Juan, siguiendo la tradición familiar, también estudió medicina, decantándose por la investigación. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, se casó con una química rusa, Marina Kuzmin, con el que tuvo un solo hijo, al que también llamaron Juan.

El tercer Juan Ibarrondo de la saga se casó con una física, de nombre Galina Sorokin, que fue nadadora olímpica en los Juegos Olímpicos de Mexico, donde consiguió dos medallas, de plata en los 100 metros braza y de bronce en los 200.

Anya fue la primera hija de ese matrimonio. También estudió medicina y también practicó la natación, siendo, como su madre, olímpica en Seul 1988, donde fue segunda en los 200 metros estilos. Además de su lengua materna, el ruso, hablaba inglés, francés, alemán, español y se defendía muy bien con el euskera.

Instalados en Biarritz, terminó la carrera de medicina en Paris y se especializó en la investigación bioquímica, trabajando en los laboratorios Rhône Poulenc, que dejó cuando fue comprada por la alemana Hoechst. Con la generosa indemnización que cobró, montó un laboratorio de investigación, Geninay, orientado a la ingeniería genética, cerca del Parc des Sports D’Aguilera.

Estaba soltera y vivía en una lujosa villa de campo de golf de Chiberta, donde tenía un secretario personal, una especie de mayordomo, Jean Etcheverry, y una asistenta nacida en Venezuela, Itziar Garin, con los que practicaba el euskera.

Conocía a Miguel Lasa de cuando él trabajaba en el servicio de inmunología del Hospital Universitario de Donostia, que era uno de los mejores clientes de su laboratorio. Sabía de su vinculación con los círculos políticos y sociales de Donostia y pensaba que podría serle útil para orientar y financiar su proyecto. Le tenía por un tipo extremadamente discreto, cualidad que complementaba con un estilo personal que le permitía relacionarse con fluidez con todo tipo de interlocutores.

Acostumbrada a verle con el uniforme del laboratorio o de traje y corbata, le sorprendió gratamente verle vestido con un pantalón de tela azul oscuro, de corte vaquero, un polo de color lila y unas zapatillas New Balance azul marino, con la N en gris. Llevaba en la mano izquierda un sombrero panamá y lucía en la derecha un reloj Hamilton.

El objetivo de Anya era despertar el interés de Miguel. No esperaba grandes aportaciones, a la vez que quería conocer las objeciones que, sin duda, aflorarían a lo largo de su exposición, empezando por las cuestiones éticas, sobre las que venía vacunada, convencida de que, antes o después, lo que la ciencia pueda hacer, lo hace. Y a sus 49 años sentía que había llegado el momento.


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