jueves, 8 de agosto de 2019

El trabajo es una invasión de nuestra privacidad

El trabajo es una invasión de nuestra privacidad (Woody Allen)

Desde que supo que Woody Allen iba a rodar en Donostia, hizo todo lo posible para trabajar como figurante en la película. Estaba jubilado y totalmente disponible para lo que fuera. A sus 65 años, aparentaba cincuenta, merced a una vida relajada, ausente de mayores sobresaltos, una dieta saludable y el ejercicio físico, combinando el runnig, con la natación y el gimnasio. Mens sana in corpore sano.

Cinéfilo apasionado, había seguido toda la filmografía del neoyorkino, desde Sueños de Seductor (Play it again, Sam), que vio cuando estudiaba medicina en Pamplona, en la que Allan Stewart Königsberg, es decir, Woody Allen, se limitaba a actuar, dejando la dirección en manos de Herbert Ross.

De nada sirvieron sus contactos profesionales, sociales y hasta políticos, pero una conversación casual, en la piscina, con su sobrino, que estaba trabajando en la empresa de trabajo temporal que gestionaba las contrataciones, le permitió un papel como paseante por la orilla de la playa de La Concha, actividad que, en verano, formaba parte de su agenda diaria, tras pasar por el Atlético San Sebastián.

Desde el primer día, pegó la hebra con uno de los scripts que trabajaban en contacto directo con Woody Allen, un tipo con acento y aspecto mexicano, que se hacía llamar Mike, a quien le gustó el txakolí, que le invitó a probar en El Café de La Concha el día que rodaron allí. Con su aquiescencia, les iba acompañando allí donde estuvieran rodando. Hoy les tocaba en el Paseo del Arbol de Gernika, en una mañana que amaneció fresca y se fue caldeando a medida que el sol se imponía al viento.

A media mañana, se sentó con Mike en la terraza del bar Botánica  en la trasera de la Casa del Pueblo, con una botella de txakolí para acompañar el exquisito catering que les habían preparado.

En ello estaba, cuando sonó el teléfono. Su hija Aiora estaba haciendo las prácticas del MIR en el Hospital Universitario de Donostia y raro era el día que no le llamara dos o tres veces para consultarle distintas cuestiones relacionadas con su actividad, a la vez que le utilizaba como paño de lágrimas para cualquier incidente, por leve que fuera, que le hubiera acontecido en su trato con pacientes, compañeros, enfermeras, auxiliares, jefes de servicio o personal administrativo. La queja esta vez, era para su nuevo jefe, el doctor Ansorena, de quien no tenía referencias profesionales, más allá de trato superficial en el Atlético, del que también era socio. Aiora seguía añorando al Dr. Imaz, que fue su primer jefe, un chollo de jefe, de los que se ocupan proactivamente de motivar a su equipo, organizar las tareas, explicando para qué, y enseñando, no solamente en el plano estrictamente técnico, sino, muy especialmente, en el de las relaciones humanas, tan importantes en el ejercicio de la medicina.

Tras desahogarse, Aiora se interesó por el rodaje del día y quedaron en casa a la hora de comer.

Liquidada la botella de txakolí, de la que Mike se tomaba tres vasos por cada uno de Miguel, el primero volvió a pastorear el rebaño de su jefe, mientras el segundo tomaba un taxi para subir al Paso de los Pinos, 20, sede del PNV de Gipuzkoa.


No hay comentarios:

Publicar un comentario