El
trabajo es una invasión de nuestra privacidad (Woody Allen)
Desde que supo que Woody Allen
iba a rodar en Donostia, hizo todo lo posible para trabajar como figurante en
la película. Estaba jubilado y totalmente disponible para lo que fuera. A sus
65 años, aparentaba cincuenta, merced a una vida relajada, ausente de mayores
sobresaltos, una dieta saludable y el ejercicio físico, combinando el runnig, con la natación y el gimnasio. Mens sana in corpore sano.
Cinéfilo apasionado, había seguido
toda la filmografía del neoyorkino, desde Sueños
de Seductor (Play it again, Sam), que vio cuando estudiaba medicina en Pamplona, en la que Allan
Stewart Königsberg, es decir, Woody Allen, se limitaba a actuar, dejando la
dirección en manos de Herbert Ross.
De nada sirvieron sus
contactos profesionales, sociales y hasta políticos, pero una conversación
casual, en la piscina, con su sobrino, que estaba trabajando en la empresa de
trabajo temporal que gestionaba las contrataciones, le permitió un papel como paseante
por la orilla de la playa de La Concha, actividad que, en verano, formaba parte
de su agenda diaria, tras pasar por el Atlético San Sebastián.
Desde el primer día, pegó
la hebra con uno de los scripts que trabajaban
en contacto directo con Woody Allen, un tipo con acento y aspecto mexicano, que
se hacía llamar Mike, a quien le gustó el txakolí, que le invitó a probar en El
Café de La Concha el día que rodaron allí. Con su aquiescencia, les iba
acompañando allí donde estuvieran rodando. Hoy les tocaba en el Paseo del Arbol
de Gernika, en una mañana que amaneció fresca y se fue caldeando a medida que
el sol se imponía al viento.
A media mañana, se
sentó con Mike en la terraza del bar Botánica en la trasera de la Casa del Pueblo, con una botella de txakolí para acompañar el exquisito
catering que les habían preparado.
En ello estaba, cuando
sonó el teléfono. Su hija Aiora estaba haciendo las prácticas del MIR en el
Hospital Universitario de Donostia y raro era el día que no le llamara dos o tres
veces para consultarle distintas cuestiones relacionadas con su actividad, a la
vez que le utilizaba como paño de lágrimas para cualquier incidente, por leve
que fuera, que le hubiera acontecido en su trato con pacientes, compañeros,
enfermeras, auxiliares, jefes de servicio o personal administrativo. La queja
esta vez, era para su nuevo jefe, el doctor Ansorena, de quien no tenía
referencias profesionales, más allá de trato superficial en el Atlético, del
que también era socio. Aiora seguía añorando al Dr. Imaz, que fue su primer
jefe, un chollo de jefe, de los que se ocupan proactivamente de motivar a su
equipo, organizar las tareas, explicando para qué, y enseñando, no solamente en
el plano estrictamente técnico, sino, muy especialmente, en el de las relaciones
humanas, tan importantes en el ejercicio de la medicina.
Liquidada la botella de
txakolí, de la que Mike se tomaba tres vasos por cada uno de Miguel, el primero
volvió a pastorear el rebaño de su jefe, mientras el segundo tomaba un taxi
para subir al Paso de los Pinos, 20, sede del PNV de Gipuzkoa.
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