Me ha llevado tres meses ver los 73 capítulos de Juego de Tronos, repartidos en 8 temporadas; 10 capítulos cada una de las 6 primeras, 7 la séptima y 6 la octava y última. En paralelo, he leído las cinco novelas de la saga Canción de hielo y fuego, de Georges R. R. Martin, en la que se inspiran, más o menos, las seis primeras temporadas: Juego de Tronos, Choque de reyes, Tormenta de espadas, Festín de cuervos y Danza de Dragones. Unas cinco mil páginas. Un buen atracón de lectura. Calculo que, en total, entre la serie y los libros, me ha llevado unas 180 horas, algo así como el 9% del caudal horario anual de un contrato de trabajo.
Las novelas son muy recomendables y me han introducido en el segmento de lectores de literatura fantástica, género que había evitado hasta ahora. Veremos lo que pasa en el futuro. Georges R. R. Martin ha anunciado dos nuevas entregas: Vientos de invierno y Sueños de primavera, de cuya publicación estaré muy atento.
En cuanto a la serie, me ha gustado mucho, evidentemente, si no, alguien como yo que apenas ve la tele, no la hubiera seguido hasta el final. Tiene algunos capítulos sublimes, desenlaces inesperadas, sorpresas mayúsculas, una ambientación exquisita, personajes potentísimos y muy buenas interpretaciones en general. En el lado negativo de la balanza, a mi modo de ver, están la forma en la que se recrea en la violencia, que no alcanza el mismo tono en las novelas, y las escenas de sexo, que también exceden los planteamientos del autor.
Sobre su controvertido desenlace, que no desvelaré, aunque ya sea de casi todos conocido, mi opinión es que resulta precipitado. Se podía haber llegado ahí, si bien, a mi modo de ver, insisto, hubiera sido necesario estirar un poco más la trama, añadiendo algún o algunos capítulos, para que no pareciera tan forzado y tan poco alineado con el discurrir general de la serie. A mí, planteado así, me resulta poco creíble.
Juego de Tronos viene a evidenciar aquello de que el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente (Lord Acton); o lo que dos siglos antes dijera Montesquieu, aquel que inventó aquello de los tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial: Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder.
Y nos alerta contra ese modelo de líderes visionarios y justicieros, que son muy cinematográficos, pero de los que, siempre a mi modo de ver, debemos huir como de la peste.
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