Después de casi tres semanas, a petición de un par de lectoras, retomamos el relato, cuya última entrega fue el 2 de septiembre. Damos un salto en el tiempo y nos situamos en el 1 de mayo de 2010. Podemos seguir el hilo con estas dos entregas: 15 de julio. Ese ahora ya había llegado y 2 de mayo de 2010. Hospital de Navarra.
Llegó a casa pocos después de las seis de la tarde, con hambre
atrasada, vestido todavía con el uniforme de la Cruz Roja, y deseando no
encontrarse con nadie, especialmente con su madre, de la que esperaba un
interrogatorio sobre lo que había hecho desde que faltó a la hora de comer.
Para justificar su ausencia, le había dicho una media verdad: ‘Estoy en el
Hospital acompañando a una chica que ha sufrido una conmoción en el partido y
le están haciendo unas pruebas. No me esperéis a comer, ya pillaré un bocata
por aquí’ y había colgado sin dar más
opciones.
Tuvo
suerte. No había nadie en casa. En la mesa de la cocina, vio un folio, con
cuatro líneas, escritas con la pulcra letra de su madre: ‘Hemos ido al
cine’. ‘Tienes en el frigo el arroz que ha sobrado’. ‘Ponte a estudiar para la
selectividad’. ‘Cenaremos a las nueve, porque el aita tiene guardia mañana’.
Asaltó el frigorífico y
localizó el delicioso arroz con conejo que preparaba su madre, bien guardado en
un tupper. No le gustaba calentar la
comida en el microondas, que solo utilizaba para la leche, y vertió el
contenido en una fuente, que puso en la vitrocerámica, cubriéndolo con una
tapa. Mientras se calentaba, se comió un plátano y reprimió el impulso de
atacar el queso. El arroz estaba exquisito y se comió toda la fuente, a
sabiendas de la bronca que se llevaría de su madre por semejante voracidad.
Para no elevar el tono de esa bronca, recogió platos y cubiertos, limpió y secó
la fuente, dejando la cocina tan limpia como la había encontrado.
Le daba muchísima
pereza ponerse a estudiar, así que fue demorando el momento de abrir los
libros. Lo primero, darse una ducha. Justo cuando se acababa de desnudar, sonó el
móvil. Miró la pantalla y dudó si atender la llamada. Era su hermana Andrea, un
torbellino, dos años más joven que él. Pensó que podría aguantar su verborrea a
cambio de conseguir información. Dejó que sonara hasta siete veces y contestó: ‘Joder, Andrea ¿qué quieres? Me estaba
duchando’.
-¿Estás en casa?
-Sí, acabo de llegar. ¿Tú dónde andas?
-Estamos en San Nicolás, con unas chicas
de Osasuna, que te han visto esta mañana. –Se oían risas nerviosas de otras chicas- Me dicen que no les has hecho ni caso y que has estado todo el partido
pendiente de la portera del otro equipo. ¿Esa es la chica del hospital?
Jajajaja.
Aquella
conversación estaba tomando un derrotero peligroso y más si la conducía Andrea,
así que optó por el repliegue.
-Sí, le han dado un codazo, se ha quedado
inconsciente y la hemos llevado al Hospital. Se ha quedado en observación.
-¿Y tú qué? ¿Haciéndole el boca a boca?
Jajajaja.
-No ha sido necesario. Respiraba muy bien.
-Bueno, hermanito, me tienes que contar
con todo lujo de detalles… si quieres que guarde silencio. La ama estaba hecha
una furia.
-¿Qué ha dicho?
-Jajajaja. Te lo puedes imaginar. Que
estamos ya en mayo, que no estás pegando ni golpe, que solo piensas en la
natación, que qué necesidad tienes de ir a trabajar en la Cruz Roja, que qué
pintas tú en el Hospital, que qué habrás comido, que se te va a echar encima la
selectividad… en fin, los típicos desvelos de una madre por un hijo
adolescente, que es tan inconsciente y que está tan bueno como tú. Prepárate,
porque esta noche te espera buena.
A Asier le
seguía asombrando la madurez de Andrea, la forma en la que hablaba y en la que
le trataba, como si ella fuera la hermana mayor y no una cría de dieciséis años
recién cumplidos.
-Que te cuenten tus amigas, que yo ya te
ampliaré los detalles, bruja- -Y colgó el teléfono, mientras
el coro de chicas al otro lado de la línea seguía con sus risitas nerviosas.
La llamada
le trajo el recuerdo de Rebeca, el piquito que le había dado al despedirse, el tacto de su piel, y el de su propio cuerpo, que contempló en el espejo. Experimentó
la reacción natural de un chaval de diecisiete años, cerca de cumplir los
dieciocho, esa edad mágica en la que se suponía que dejaría de ser un crío y
convertirse en un hombre. La educación recibida en el colegio de los Jesuitas, le
dejó el sinsabor de la culpa, tras el dulce placer de una masturbación
apremiante. Redimió su debilidad con una larga y cálida ducha, que le hizo
sentirse más limpio por fuera que por dentro.
Se puso un
pantalón de chándal viejo y una camiseta y dispuso en la mesa de su habitación
los apuntes de matemáticas, en la parte de las integrales, que se le seguían resistiendo.
No pudo concentrarse porque la mente se le iba a los ojos verdosos de Rebeca, a
su rubia melena, a las delicadas aristas de sus pómulos y a aquella boca
sensual, entreabierta, que le hubiera encantado besar, como no había besado
todavía a ninguna chica. La mano derecha se le fue a la cintura del chándal y
la retiró de inmediato al sentir el portazo. Sus padres acababan de volver del
cine.
Su madre
fue directa a la habitación y Asier decidió que la mejor defensa era un buen
ataque. A pesar de lo quisquillosa y toca-pelotas que era, adoraba a su madre.
Todavía muchas noches, si se quedaban a ver la tele en el sofá, se acurrucaba
junto a ella, como cuando, siendo un crío, se escapaba de su cama para meterse
sigilosamente en la de sus padres. Se levantó de la silla y fue a su encuentro,
que se produjo justo en la puerta del cuarto, y se saldó con un abrazo y dos
besos, uno en cada mejilla: ‘¡Hola!
Amatxo ¿qué tal la peli? ¿qué habéis visto?’
Carmen
Artola era una mujer de 45 años, donostiarra, funcionaria del Ayuntamiento de
Pamplona, guapa, buena cocinera, eternamente peleada con la báscula y, por
encima de todo, una buena madre, que adoraba a sus hijos y se angustiaba por
ellos. Le devolvió los dos besos, le dio un achuchón, vio que estaba estudiando,
bueno, que tenía los apuntes encima de la mesa, y dio comienzo al
interrogatorio: ‘¿A qué hora has venido?
¿Has comido algo? ¿Qué plan tienes para estudiar el fin de semana? ¿Qué ha
pasado con esa chica? ¿Por qué te has tenido que quedar?’
Su padre llegó
en su auxilio: ‘Baja la ametralladora y
deja respirar al chaval. ¿No ves que está estudiando?' – Le dijo a su mujer,
mientras le guiñaba un ojo a su hijo- ‘En
la cena nos lo cuentas’. Y se llevó a su mujer de la mano, refunfuñando: ‘La culpa es tuya, Antxon. Tanta natación,
tanto deporte, ahora la Cruz Roja… ¿Y la selectividad, qué…?
A las
nueve menos cuarto, llegó Andrea, a la que oyó arrojarse en los brazos de su
padre y cubrirle de besos, antes de hacer lo mismo con su madre. ‘Qué hay para cenar, ama?’
Entre
Asier a Andrea pusieron la mesa y fue la pequeña la que, como siempre, abrió el
fuego:
-¿Qué tal la peli, aita? Me ha dijo Elena que
sus padres la vieron ayer y les encantó. Claro que a su madre le encantan todas
las de Ricardo Darín. ¿Crees que a mí me podría gustar?
-Bueno, tendrías que conocer la Argentina
en esos años –contestó su
padre- Como tú eres de letras y te gusta
la historia, seguro que te interesa.
Asier vio
una magnífica oportunidad para no hablar de la selectividad, ni del arroz que
se había devorado… ni de Rebeca y se metió por la brecha abierta por su
hermana.
-¿Cómo se titula la peli? ¿De qué va?
-El secreto de sus ojos. Es argentina y
tiene una trama muy compleja, que empieza con un asesinato, su investigación,
el clima social y judicial de la época… A nosotros nos ha gustado mucho
¿verdad, Carmen?
-Sí, sí, la película es muy buena, pero yo
creo que no es para que la vean los niños. Tiene escenas muy desagradables.
E
inmediatamente retomó la iniciativa: ‘¿Te
has comido tú todo el arroz, Asier? Había más que para dos. ¿Qué se va a llevar
tu padre mañana a la guardia? ¿Qué has estado haciendo toda la tarde? ¿Te das
cuenta de lo importantes que son estos dos meses para tu futuro, lo importante
que es conseguir una buena nota para la Universidad?’
Andrea
vino en su auxilio: ‘¿Tienes guardia
aita? ¿Dónde? ¿Todo el día?
Antxon
Araiz hizo una mueca de contrariedad, al enterarse de que se había quedado sin arroz para el día siguiente. No le gustaba la comida del Hospital y prefería llevarla
de casa, calentarla en el microondas de las enfermeras y comérsela con ellas,
mientras charlaban de los enfermos y sus circunstancias, o resolvían el mundo,
poniendo a parir a los políticos encargados de la Sanidad en Navarra.
Seguro que Carmen tenía un plan B y hasta un plan C, aunque dudaba que
estuviera a la altura del arroz con conejo. Comprendía a su hijo, que tenía un
apetito voraz… y más a media tarde, después de ocho o diez horas sin probar
bocado, así que volvió a echarle un cable: ‘Estaré
en Observación. Todo el día. A ver si tenemos un domingo tranquilo.’
En cuanto
oyó Observación, Asier abrió los ojos
como platos y miró a su hermana, sin poder impedir que ésta hiciera el
comentario más inoportuno: ¡Huy! ¿En
Observación? Ahí se ha quedado la chica que llevasteis al Hospital ¿verdad,
Asier?
Andrea se
sentaba justo enfrente de él, que le dirigió una mirada cargada de vergüenza y
de reproche, a la vez que le lanzaba una patada por debajo de la mesa, fallando
y pegando a la pata de la silla de su hermana. Su padre se interesó por la
chica: ¿Qué le ha pasado a esa chica?
¿Algún golpe? ¿Sabes cómo se llama?
-Se llama Rebeca y el apellido es
extranjero, no me acuerdo. Era la portera del Añorga, muy buena, paró un
penalti. Le dieron un codazo en un salto y se quedó inconsciente. Se recuperó
en la ambulancia y parece que no tenía nada grave, pero, por si acaso, le
dejaron en observación.
-¿Guapa? –preguntó su padre, giñándole un ojo.
-Déjate de tonterías, Antxon. –Intervino
la madre- Para chicas estamos ahora… y
menos para chicas guapas y de fuera. Tú lo que tienes que hacer ahora es
estudiar y subir la media. –Le
espetó a su hijo.
Terminaron
de cenar, recogieron la mesa entre todos, y Carmen se fue a ver la tele, donde
ponían Thelma y Louise, mientras su
marido se ocupaba del lavavajillas, fregaba un par de cacharros y dejaba la
cocina recogida. Después, echó un vistazo al ordenador y al correo y fue a
acostarse. Asier y Andrea se habían refugiado en sus habitaciones.
-Mañana al levantarte no hagas ruido. Yo me
levantaré cuando me despierte. Te he dejado un tupper con la lasagna del
viernes. –Le dijo Carmen a su marido, que la despidió con un beso y un
cariñoso achuchón. Le gustaba aquella mujer.
Como de
costumbre, se llevó el teléfono móvil del Hospital, por si temía algún aviso
urgente, y apagó el suyo. Justo cuando se acababa de dormir, le entró un SMS: ‘Aita, despiértame mañana para ir contigo al
Hospital. Y no le digas nada a la ama’.
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