Volvemos a dar un salto en el tiempo y nos situamos en la madrugada del 13 de julio. Podemos seguir el hilo con estas tres entregas: Madrugada del 13 de julio, ¿Amenaza u oportunidad?, En casa y a salvo.
‘¿Estás decidida?’ Casi pudo sentir la mirada fija de Iñaki en aquella habitación a oscuras como un rayo láser que le atravesaba el cuerpo agredido y humillado. Afirmó con la cabeza y le preguntó: ‘¿Me acompañas?’.
‘Si te fías de un picapleitos que tiene
como clientes a tipos a los que ayuda a hacer trampas para no pagar impuestos…’
y dejó la frase en
suspenso, ante un asunto en el que se estaba involucrando personalmente, algo
que siempre evitaba en su actividad profesional.
‘Ahora mismo, solo me puedo fiar de ti. Ya
sé que esto no es lo tuyo y estoy segura de que me podrías recomendar a otro,
pero no lo soportaría. Ahora no. Te necesito, Iñaki. Me siento, sucia, torpe,
vulnerable, indefensa y no podría soportar que nadie más me viera así.’
Respiró
profundamente, la abrazó con rabia y prolongó ese abrazo hasta que a los dos
les saltaron las lágrimas. Cuando consiguió serenarse, cogió su teléfono móvil
y buscó el número de Mikel Arizkun, responsable de la División de la Policía
Judicial de la Policía Foral. Eran las dos de la mañana del 13 de julio.
Conocía a
Mikel Arizkun desde que con catorce o quince años apareció por el estadio de
Larrabide para hacer sus primeros pinitos en el atletismo. Mikel, que ya
ejercía como policía foral, era uno de los populares que entrenaba por allí,
ante la mirada displicente de los atletas de pista, que miraban por encima del
hombro a aquellos fonderos, que
empezaban a pulular como champiñones en las carreras populares.
Iñaki
Ilundain no pasó de ser un mediofondista mediocre, cuyo momento de gloria se
produjo cuando, con 22 años, ganó la tercera serie de 800 metros de unas
pruebas de libre participación, con el discreto tiempo de 2:05.55, que era su
mejor marca en la distancia. En los 1.500 metros, nunca bajó de 4:15 y nunca
ganó ninguna carrera. Con el tiempo y contra el criterio de su entrenador,
empezó a participar en pruebas populares que, al principio, se le hacían
largas, en las que competía a cara de perro con aquel tipo tan serio, al que
alguna vez consiguió ganar al sprint y con el que empezó a rodar en las frías
madrugadas de Pamplona, tres o cuatro días a la semana.
Se
llevaban quince años y apenas tenían nada en común, aparte de su afición al
atletismo. A la parquedad, sobriedad y casi ascetismo de Mikel, oponía Iñaki la
locuacidad, la simpatía, el exceso y hasta el postureo de un abogado pijo de Pamplona. Casado y padre de dos
niñas, a Mikel la divertía escuchar las andanzas de aquel inmaduro treintañero,
que podría haber sido un hermano pequeño, que seguía viniendo con sus padres y
que andaba de flor en flor, sin dar ningún indicio de sentar la cabeza y formar
una familia, que es lo que la suya esperaría de un Ilundain.
Además de
corriendo, también habían coincidido alguna vez en el plano profesional, cada uno
en un lado de la mesa, en alguna investigación por delitos fiscales, pero nunca
en un tema penal, como una violación. Se le hizo un nudo en la garganta al
momento de pulsar su teléfono, que sonó solo una vez: ‘¿Iñaki? La misma parquedad y economía de siempre, ni una palabra
de más.
-¿Estás de servicio o te acabo de
despertar? Dos preguntas en una, como había aprendido a hacer en su oficio, para
suavizar el impacto.
-¿Qué más da? ¿Me necesitas de servicio o
me llamas para correr el encierro?
-Siento de verdad llamarte a estas horas,
Mikel, pero estoy en una situación muy jodida y necesito tu ayuda –hizo una pausa, esperando una reacción o
una réplica que no se produjo, que le obligó a continuar- Estoy en casa de una amiga a la que acaban de violar.
El gélido
silencio de Mikel le provocó un escalofrío. Fueron unos segundos que se le
hicieron eternos, hasta que escuchó otra vez aquella voz fría y profesional que
le pidió la dirección y le indicó que no tocaran nada. ‘Estoy en media hora’.
Recogió
los papeles dispersos encima de la mesa del comedor, apagó el ordenador, se
duchó, se afeitó, se vistió de sanferminero
para pasar desapercibido y le puso un whatsapp
a su mujer: ‘Me acaban de llamar por una
emergencia’.
El kilómetro
escaso que le separaba de su casa, en la Avenida de la Baja Navarra, al número
10 de la Avenida de Roncesvalles, lo recorrió en apenas ocho minutos. Desde
abajo, llamó a Iñaki, quien le informó que estaba en el cuarto piso y le abrió
el portal, que inspeccionó con atención. Se apreciaba el rastro de algo o
alguien que había sido arrastrado. Iluminando el suelo con el móvil, descubrió varios pelos de distinta longitud y restos de suciedad y de algún líquido
viscoso, ya casi completamente seco. Se puso unos guantes de latex y subió por
las escaleras, donde no apreció nada relevante.
Iñaki le
esperaba en la puerta y le hizo pasar adentro, antes de hacer las
presentaciones. Conocía de vista a su amiga y el nombre le confirmó esa primera
impresión. Pese al trance por el que acababa de pasar, estaba tranquila y
describió la violación con frialdad, sin omitir los detalles más escabrosos,
haciendo hincapié en que apenas había opuesto resistencia, y dando una
descripción muy precisa del tipo que la había agredido. Citó también a otro
joven que le acompañaba, que no había participado en la violación y había
desaparecido de la escena después de intentar disuadirle.
Estaba
descalza, vestida solo con una amplia camiseta, que le llegaba a la mitad de
los muslos, y conservaba en el cuello el pañuelico
rojo. Mikel le pidió que se vistiera y recogió en una bolsa de basura limpia
los pantalones blancos, el tanga roto y la camiseta desgarrada, que entregó a
Iñaki, al que dio las últimas instrucciones: ‘Pedid un taxi para ir a Sarriguren y poner la denuncia. Ahora mismo
voy a llamar a Marisa Fernández, que está de guardia y se ocupa de los casos de
violencia contra las mujeres. Podéis confiar en ella al cien por cien. Tenemos
un protocolo para preservar la privacidad de las denunciantes, pero os adelanto
que, en este caso, será complicado.’
Aguantó
sin pestañear la mirada glacial de la mujer, que se retiró a su habitación, de
la que salió dos minutos después, vestida con un holgado pantalón de chándal negro,
unas zapatillas de correr y una sudadera también negras, con capucha, que se
caló hasta las cejas. Escuchó cómo Iñaki pedía el taxi y bajó al portal,
mientras llamaba a su compañera, anunciándole que estuviera lista para atender
a la pareja. Cuando le mencionó el nombre de la víctima, Marisa Fernández no
pudo evitar una exclamación. ‘¡Joder!
Esto va a ser una bomba’. Mikel dejó
pasar unos segundos y le contestó en el tono más neutro que fue capaz de
emitir: ‘Es una bomba y tenemos que
conseguir que no estalle’.
Ya en la
calle, vio como la pareja cogía el taxi e hizo una segunda llamada. Asier
estaba de guardia y su base estaba en la plaza de los Fueros. Mientras iba
andando hasta la plaza del Principe de Viana, le llamó: ‘Aupa, Asier. Recógeme ya en Principe de Viana y llévame a Sarriguren’
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