viernes, 28 de septiembre de 2018

13 de julio. Denuncia


Volvemos a dar un salto en el tiempo y nos situamos en la madrugada del 13 de julio. Podemos seguir el hilo con estas tres entregas: Madrugada del 13 de julio, ¿Amenaza u oportunidad?, En casa y a salvo.

‘¿Estás decidida?’ Casi pudo sentir la mirada fija de Iñaki en aquella habitación a oscuras como un rayo láser que le atravesaba el cuerpo agredido y humillado. Afirmó con la cabeza y le preguntó: ‘¿Me acompañas?’.

‘Si te fías de un picapleitos que tiene como clientes a tipos a los que ayuda a hacer trampas para no pagar impuestos…’ y dejó la frase en suspenso, ante un asunto en el que se estaba involucrando personalmente, algo que siempre evitaba en su actividad profesional.

‘Ahora mismo, solo me puedo fiar de ti. Ya sé que esto no es lo tuyo y estoy segura de que me podrías recomendar a otro, pero no lo soportaría. Ahora no. Te necesito, Iñaki. Me siento, sucia, torpe, vulnerable, indefensa y no podría soportar que nadie más me viera así.’

Respiró profundamente, la abrazó con rabia y prolongó ese abrazo hasta que a los dos les saltaron las lágrimas. Cuando consiguió serenarse, cogió su teléfono móvil y buscó el número de Mikel Arizkun, responsable de la División de la Policía Judicial de la Policía Foral. Eran las dos de la mañana del 13 de julio.

Conocía a Mikel Arizkun desde que con catorce o quince años apareció por el estadio de Larrabide para hacer sus primeros pinitos en el atletismo. Mikel, que ya ejercía como policía foral, era uno de los populares que entrenaba por allí, ante la mirada displicente de los atletas de pista, que miraban por encima del hombro a aquellos fonderos, que empezaban a pulular como champiñones en las carreras populares.

Iñaki Ilundain no pasó de ser un mediofondista mediocre, cuyo momento de gloria se produjo cuando, con 22 años, ganó la tercera serie de 800 metros de unas pruebas de libre participación, con el discreto tiempo de 2:05.55, que era su mejor marca en la distancia. En los 1.500 metros, nunca bajó de 4:15 y nunca ganó ninguna carrera. Con el tiempo y contra el criterio de su entrenador, empezó a participar en pruebas populares que, al principio, se le hacían largas, en las que competía a cara de perro con aquel tipo tan serio, al que alguna vez consiguió ganar al sprint y con el que empezó a rodar en las frías madrugadas de Pamplona, tres o cuatro días a la semana.

Se llevaban quince años y apenas tenían nada en común, aparte de su afición al atletismo. A la parquedad, sobriedad y casi ascetismo de Mikel, oponía Iñaki la locuacidad, la simpatía, el exceso y hasta el postureo de un abogado pijo de Pamplona. Casado y padre de dos niñas, a Mikel la divertía escuchar las andanzas de aquel inmaduro treintañero, que podría haber sido un hermano pequeño, que seguía viniendo con sus padres y que andaba de flor en flor, sin dar ningún indicio de sentar la cabeza y formar una familia, que es lo que la suya esperaría de un Ilundain.

Además de corriendo, también habían coincidido alguna vez en el plano profesional, cada uno en un lado de la mesa, en alguna investigación por delitos fiscales, pero nunca en un tema penal, como una violación. Se le hizo un nudo en la garganta al momento de pulsar su teléfono, que sonó solo una vez: ‘¿Iñaki? La misma parquedad y economía de siempre, ni una palabra de más.

-¿Estás de servicio o te acabo de despertar? Dos preguntas en una, como había aprendido a hacer en su oficio, para suavizar el impacto.
-¿Qué más da? ¿Me necesitas de servicio o me llamas para correr el encierro?
-Siento de verdad llamarte a estas horas, Mikel, pero estoy en una situación muy jodida y necesito tu ayuda –hizo una pausa, esperando una reacción o una réplica que no se produjo, que le obligó a continuar- Estoy en casa de una amiga a la que acaban de violar.

El gélido silencio de Mikel le provocó un escalofrío. Fueron unos segundos que se le hicieron eternos, hasta que escuchó otra vez aquella voz fría y profesional que le pidió la dirección y le indicó que no tocaran nada. ‘Estoy en media hora’.

Recogió los papeles dispersos encima de la mesa del comedor, apagó el ordenador, se duchó, se afeitó, se vistió de sanferminero para pasar desapercibido y le puso un whatsapp a su mujer: ‘Me acaban de llamar por una emergencia’.

El kilómetro escaso que le separaba de su casa, en la Avenida de la Baja Navarra, al número 10 de la Avenida de Roncesvalles, lo recorrió en apenas ocho minutos. Desde abajo, llamó a Iñaki, quien le informó que estaba en el cuarto piso y le abrió el portal, que inspeccionó con atención. Se apreciaba el rastro de algo o alguien que había sido arrastrado. Iluminando el suelo con el móvil, descubrió varios pelos de distinta longitud y restos de suciedad y de algún líquido viscoso, ya casi completamente seco. Se puso unos guantes de latex y subió por las escaleras, donde no apreció nada relevante.

Iñaki le esperaba en la puerta y le hizo pasar adentro, antes de hacer las presentaciones. Conocía de vista a su amiga y el nombre le confirmó esa primera impresión. Pese al trance por el que acababa de pasar, estaba tranquila y describió la violación con frialdad, sin omitir los detalles más escabrosos, haciendo hincapié en que apenas había opuesto resistencia, y dando una descripción muy precisa del tipo que la había agredido. Citó también a otro joven que le acompañaba, que no había participado en la violación y había desaparecido de la escena después de intentar disuadirle.

Estaba descalza, vestida solo con una amplia camiseta, que le llegaba a la mitad de los muslos, y conservaba en el cuello el pañuelico rojo. Mikel le pidió que se vistiera y recogió en una bolsa de basura limpia los pantalones blancos, el tanga roto y la camiseta desgarrada, que entregó a Iñaki, al que dio las últimas instrucciones: ‘Pedid un taxi para ir a Sarriguren y poner la denuncia. Ahora mismo voy a llamar a Marisa Fernández, que está de guardia y se ocupa de los casos de violencia contra las mujeres. Podéis confiar en ella al cien por cien. Tenemos un protocolo para preservar la privacidad de las denunciantes, pero os adelanto que, en este caso, será complicado.’

Aguantó sin pestañear la mirada glacial de la mujer, que se retiró a su habitación, de la que salió dos minutos después, vestida con un holgado pantalón de chándal negro, unas zapatillas de correr y una sudadera también negras, con capucha, que se caló hasta las cejas. Escuchó cómo Iñaki pedía el taxi y bajó al portal, mientras llamaba a su compañera, anunciándole que estuviera lista para atender a la pareja. Cuando le mencionó el nombre de la víctima, Marisa Fernández no pudo evitar una exclamación. ‘¡Joder! Esto va a ser una bomba’. Mikel dejó pasar unos segundos y le contestó en el tono más neutro que fue capaz de emitir: ‘Es una bomba y tenemos que conseguir que no estalle’.

Ya en la calle, vio como la pareja cogía el taxi e hizo una segunda llamada. Asier estaba de guardia y su base estaba en la plaza de los Fueros. Mientras iba andando hasta la plaza del Principe de Viana, le llamó: ‘Aupa, Asier. Recógeme ya en Principe de Viana y llévame a Sarriguren’

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