domingo, 2 de septiembre de 2018

13 de julio. Encuentro en el Fortuna


Retomamos el relato donde lo dejamos. Aquí.

Nada más volver de Pamplona, en la misma estación de autobuses, tuvo el impulso de llamar a Ane, quedar con ella, contarle lo que había pasado, describir la escena con todo detalle, disculpar y hasta justificar el comportamiento de Aitor, poniendo en contexto lo sucedido. Todo eso lo estuvo rumiando en el autobús. Su aspecto le dio el primer pretexto para aplazar la llamada y el encuentro: estaba sucio, muy cansado y olía mal. Una buena ducha y un cambio de ropa se le antojaban imprescindibles. No quería ir a casa y se encaminó al club. En la taquilla guardaba siempre ropa para cambiarse.

Fue directo hasta allí y en diez minutos llegó hasta el Fortuna, en la misma playa de La Concha. Ese viernes por la mañana había poca gente. Los más madrugadores ya se habían ido a trabajar y los ociosos como él solían llegar más tarde. Sorteó con una sonrisa las bromas que le hicieron algunos socios veteranos aludiendo a su aspecto y vestimenta, fue a su taquilla, cogió una camiseta blanca de Bench, con grandes letras en azul, un pantalón corto del mismo color, unas chancletas hawianas, el gel, el champú, una toalla, el cepillo y la pasta de dientes, y con todo ello entró al vestuario.

Hubiera preferido estar solo, pero no pudo quitar los ojos de aquel culo desnudo que le miraba de frente, mientras el cuerpo se inclinaba sobre la bolsa depositada en el banco. Conocía aquel culo blanco y contuvo la respiración y el paso hasta que apareció cubierto por un bañador arlequinado en verde y blanco y el hermano de Ane, Iñaki, se giró para ofrecer la magnífica estampa de un chaval de 22 años, 1.88 de estatura y 77 kilos de peso, al que no había vuelto a ver y echaba tanto de menos desde su regreso de la Florida International University, a la que había ido a estudiar con una beca de natación.

La alegría de disfrutar de esa visión quedó empañada por la incomodidad del parentesco de Iñaki, que lucía un moreno de postal y un corte de pelo militar, que resaltaba un rostro largo y anguloso, que demostraba que el chaval estaba en forma.

- Joder! Iker. Menuda pinta traes de Sanfermines. ¿A qué vienes? ¿A darte un baño para quitar la resaca? Jajajaja!!!! Si te animas, voy a ir a la isla y vuelta. Prometo tratarte bien.

Aunque no entraba en sus planes, la idea de compartir un rato con Iñaki, al que había entrenado desde que, siendo un crío, empezó en el club, era muy tentadora y mucho más la de la ducha posterior para recrearse en aquel cuerpo mientras tenía los ojos cerrados por el agua, el champú y el gel.

- Más te vale que te pongas el neopreno, que esto es el Cantábrico y no esa bañera de agua templada que tenéis en Florida, chaval.

- ¿Neopreno? Eso es para los ñoñostiarras como tú. Los de Bermeo no necesitamos esas mariconadas. Y no hace falta que te duches antes. El olor a tigre les encanta a los corcones. Jajajaja!!!!

Lo que no soportaba de aquel chaval era que, sin haber vivido nunca en Bermeo, de donde era su padre, ni en Bilbao, fuera del Athletic de Bilbao en el fútbol, de Urdaibai en el remo, y que hubiera hecho ficha por un equipo de triatlón con sede en Bizkaia, que era como una selección de los mejores triatletas vascos. Se lo había contado Ane la última vez que les acompañó al cine.

- Espérame un minuto –le dijo a Iñaki, mientras desandaba el camino hasta la taquilla, dejaba allí la ropa, el gel, el champú, la toalla, la pasta y el cepillo de dientes y volvía con un bañador tipo malla que había comprado por internet y estaba sin estrenar.

Mientras corrían hacia el agua, Iñaki le preguntó: ‘¿Dónde has dejado a Aitor?’. La respuesta fue telegráfica: ‘Missing’ y ya no hubo oportunidad de hablar, solo de nadar, hasta que volvieron de la isla. Nada más llegar a la orilla, unas chicas, que entraban al agua con sus piraguas, se pararon, embobadas, a hablar con Iñaki, lo que aprovechó Iker para correr a la ducha, vestirse rápidamente, meter la ropa sucia en una bolsa y salir justo a tiempo de evitar a su compañero de travesía, que le saludó levantando su mano derecha.

Cogió el bus para volver a su casa, en Amara. Sabía que estaría solo. Sus padres estaban en Estepona y no volverían hasta el domingo. Se hizo un batido con dos plátanos, dos galletas de avena, 90 gramos de proteína en polvo y medio litro de leche desnatada y se lo tomó mientras buscaba en Instagram el último vídeo que había colgado Iñaki de una competición en Florida.  Antes de meterse a la cama, se limpió los dientes y apagó el móvil. El impulso de llamar a Ane se había atemperado tras el encuentro con su hermano, el baño en La Concha y la ducha posterior.

Esperaba la llamada de Ane, a quien su hermano habría informado del encuentro y no se sentía con el coraje necesario para atender esa llamada. La parálisis, el miedo, el recelo y la desconfianza no pudieron con el sueño atrasado y el cansancio; tampoco el deseo que le habían despertado las imágenes de Iñaki, con las que se quedó dormido hasta que, a las 15:50, le despertó el ruido de un taladro en el piso de al lado, donde vivía un maniático del bricolaje, que no perdía oportunidad de poner en práctica sus habilidades y atentar contra el descanso de sus vecinos.

Instintivamente, encendió el móvil y vio las dos llamadas que le acababa de hacer Ane. No tenía ni el cuerpo ni el ánimo para devolver la llamada y recurrió al whatsapp: ‘Lo siento. No puedo hablar contigo’, dando un portazo a una relación que, para él, ya estaba muerta. O eso quería creer.


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