viernes, 5 de agosto de 2016

Lucía. 47 años

Porto do Son
La ocasión lo merecía y no podía llegar a la cita con Iria hecho polvo, después de ocho horas de bici, mal duchado y peor alimentado. No tenía dinero, pero sí una tarjeta con la que sacarlo de cualquier cajero. Y llevaba el móvil. El casco urbano más cercano era el de Porto do Son, del que le separaban cinco kilómetros, que hizo en bici. Allí buscó un cajero, sacó trescientos euros y buscó un taxi. Para cuando completó esas operaciones, ya eran las seis y media de la tarde.

Se acercó al taxista, que dormitaba en un viejo Mercedes y le puso mala cara a la vista de su aspecto e impedimenta: sudoroso, con casco, vestido de ciclista y cargando con una bici. Mario se apresuró a enseñarle el dinero y le dijo el destino: el número 2 de la Rua Real de Pontevedra. Consiguió con ello que la mueca de desagrado del taxista tornara en un gesto grave, cargado de interés. Con la parsimonia de los años, salió del coche, abrió el maletero, ayudó a Mario a acomodar su bici, sacó una vieja manta y la dispuso en el asiento trasero para evitar que el sudor impregnara la tapicería. También sacó un pulverizador con el que regó la manta sobre la que se sentó y recostó Mario.

- Le costará doscientos euros -le dijo, mientras arrancaba el coche con suavidad.

Rual Real y plaza del Teucro
Ya en la autovía, Mario marcó el número de su madre, Lucía, con la que seguía viviendo, aunque gozaba de la independencia que le daba una casa estrecha de tres pisos, de los que él ocupaba el tercero, dotado de una habitación con su baño y un estudio, en el que se había montado un mini-gimnasio. En la planta baja, su madre había puesto la consulta de dietética y nutrición, de la que vivía holgadamente, con una clientela cada vez mayor a medida que el fast food iba desplazando a la comida casera. En el primer piso tenían el salón y la cocina y el segundo era una especia de loft en miniatura, donde reinaba su madre.

- ¡Hola! Lucía –nunca la llamó mamá, porque a ella no le gustaba- Quería saber si ibas a  estar en casa. 

-¡Hola! Mario ¿de dónde me llamas? ¿necesitas algo?

- Voy camino a casa. Llegaré sobre las ocho y me gustaría ducharme y cenar algo antes de salir. 

- ¿No estabas de vacaciones en bici por esos caminos de Dios? -lo de los ‘caminos de Dios’ lo dijo con retintín, por aquello de que su hijo era católico practicante. 

- Estaba. Me ha llamado el abuelo para que mañana vuelva al tajo y este noche tengo una cita a las diez a la que tengo que ir bien cenado y mejor arreglado. 

- ¿Qué cita más rara, no? Bueno, ya me contarás lo que quieras contarme. Te puedo preparar una ensalada y mientras te duchas te freiré unos jureles fresquísimos que he comprado esta mañana en el Mercado. 

- Muy bien, Lucía, siempre serás mi reina. Un beso muy grande.  -y colgó sin esperar respuesta y retrasando el interrogatorio al que, inevitablemente, le sometería su madre en cuanto llegara a casa.

Lucía, la hija de Don Ramón Foz, tenía cuarenta y siete años y seguía siendo una de las mujeres más guapas de Pontevedra. Apenas se maquillaba, vestía con sencillez y no usaba perfumes, pero su presencia impregnaba cualquier lugar en el que estuviera presente. Terminó la carrera de medicina, pero nunca ejerció, decantándose por el campo de la dietética y la nutrición, en el que trabajaba desde el nacimiento de Mario, en 1992. Nunca quiso saber quién fue su padre, porque cualquiera pudo serlo en aquel año loco que ella se pasó viajando por Europa, sin más capital que su espléndido cuerpo.

Iglesia de la Peregrina
Nunca renegó de esa etapa de su vida y nunca quiso rehacerla con ninguna pareja, pese al empeño de su padre y al ‘qué dirán’ de la alta burguesía gallega, que inmediatamente la marcó como una oveja negra. Sin embargo, era tal su magnetismo que poco a poco salió adelante y se fue haciendo con una clientela y un prestigio profesional que eran la envidia de sus antiguas amigas del Colegio de las Acacias. Compró y restauró la vieja casa donde vivía, en el centro histórico de Pontevedra. Y sacó adelante a su hijo sin recurrir nunca a la ayuda económica de su padre. Con lo que contó siempre fue con su buen criterio, su consejo, su paciencia y, sobre todo, con la devoción que sentía por su nieto, Mario, correspondida por éste con un respeto y una admiración que difícilmente hubiera podido profesar a su incógnito padre.

Y ahora Mario tenía una cita. No era la primera, pero algo le decía su tono de voz de que era la más importante.

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