Es un joven ingeniero, entrado en la treintena. Desde que acabó la carrera, fue alternando trabajos precarios en distintas empresas hasta que, harto de trabajar a cambio de un salario miserable, decidió abordar su propia aventura empresarial.
Con sus magros ahorros, la ayuda de sus padres y la financiación de un familiar, que asumió el riesgo que no querían correr los bancos y creyó en el proyecto, se hizo cargo de una empresa modesta, con una plantilla de dos docenas de personas, escasamente formadas y pobremente motivadas. Había de todo, desde un par de veteranos próximos a la jubilación, hasta otro par de inmigrantes magrebíes, pasando por jóvenes con apenas el graduado escolar y un sindicalista, más preocupado por sus horas que por la buena marcha de la empresa.
Los primeros meses, trabajando de sol a sol y estando presente en los tres turnos, de manera que, prácticamente vivía en la nave industrial, los dedicó a organizar la producción, implantar modelos de calidad, conocer a los trabajadores y formar un equipo. No fue fácil, con una plantilla que venía de experiencias previas muy negativas.
Fabricaban un producto poco sofisticado y tras asentar y asegurar la producción, se dedicó a fidelizar a sus clientes actuales y a buscar nuevos, diversificando la facturación y los riesgos.
Gracias a esas gestiones y a un servicio excelente, orientado a satisfacer sus requerimientos, llevaban seis meses trabajando con un cliente, que ya se había convertido en su principal fuente de ingresos. Ese cliente trabajaba a su vez para tres de las principales cadenas de distribución alimentaria en España. Y tenían comprometida la entrega de un pedido para el 5 abril.
El sábado a la tarde, cuando escuchó al presidente del Gobierno anunciar la paralización de toda actividad no esencial, estuvo a punto de echarse a llorar. Su pareja, que trabaja en la asesoría jurídica de una gran empresa, empezó a buscar por internet y a hacer llamadas a sus colegas.
Fueron horas de un sin vivir, llamando a los trabajadores de la empresa, contestando sus llamadas, sin saber qué decirles.
El mismo sábado, llamó a su cliente, a ese que esperaba un pedido para el 5 de abril. Fue inflexible. A él también le estaban apretando desde las cadenas de distribución y estaba trabajando en un plan B: 'Si me fallas tú, tengo que buscar alternativas.' Todo el esfuerzo comercial, toda la dedicación en la adaptación de sus procesos, todos los desvelos por ofrecer un servicio excelente podían quedar en nada.
Ayer, treinta horas después del primer anuncio, casi al filo de la medianoche, se publicó en el B.O.E. el detalle del decreto. Amaia, su pareja, tras leerlo una y otra vez, le vio un resquicio: 'Estás en la cadena de valor de la alimentación. Tu cliente da servicio a Mercadona y a Eroski. Y ellos necesitan tu producto. La nave donde trabajáis es amplia, cada máquina la opera un trabajador y están muy separadas unas de otras.'
Sin importar la hora, llamó a su cliente, que le confirmó que ellos iban a trabajar. Llamó después a los trabajadores que entraban en el turno de las 6:00 y les pidió que fueran a trabajar. Los seis le dijeron que contara con ellos.
A las dos de la mañana, se fue a la cama, puso el despertador a las cuatro, se despertó, se duchó, se tomó dos cafés y se fue a abrir la empresa. Todavía sin dormir, sigue allí, esperando al turno de las 10:00.
Todo parecido con la realidad no es una pura coincidencia.
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