domingo, 15 de marzo de 2020

Una buena muerte para una vida buena

Ayer a la tarde, cuando fui al Buen Pastor para gestionar el funeral por la muerte de mi madre, el cura se acordó de los bertsos que cantaron sus nietos cuando hace tres años murió su aitona, mi padre. 

Por la mañana, cuando hice la visita diaria a la ama -eran las diez y media- me la encontré de muy buen humor, comiendo un mini bocadillo de jamón para almorzar, y haciendo oídos sordos a la bronca que le estaba echando por ir el viernes a la peluquería, sin atender la recomendación apremiante de quedarse en casa, por la severa insuficiencia respiratoria que padecía. Genio y figura. Siempre tan presumida.

Unas horas después, justo después de comer, cuando iba de la cocina a la cama, para echar la siesta, el finísimo hilo que la mantenía atada a la vida se ha roto y su corazón ha dejado de latir.

Han sido 88 años y 181 días de una vida buena, con una infancia de posguerra y trabajo duro en el caserío, una corta juventud, dos hijos a los 26 años y más de treinta años de madrugar para abrir una tienda de las de antes, con jornadas interminables, criando y educando a la vez a sus hijos. Una tienda que complementara el suelo del aita en la fábrica, para que sus hijos, Javier y yo, pudiéramos ir a la Universidad y labrarnos un buen futuro profesional.

Nunca tuvo un día de vacaciones hasta que, a mediados de los años 80, le tocó un viaje a Nueva York y Orlando, a ella, que lo más lejos que había viajado era a Zaragoza en su luna de miel. Mi hermano y yo tuvimos que pedir vacaciones en la Caja de Ahorros Municipal de San Sebastián y hacernos cargo de la tienda, que no se podía cerrar, mientras nuestros padres estrenaban el avión cruzando el Atlántico.

No les gustó Nueva York y algo menos les disgustó Florida. No volvieron a coger vacaciones hasta que se jubilaron. Eso sí, lo más lejos que se fueron fue a las Canarias.

Llegaron los nietos y nos ayudaron a sacarlos adelante. Eran su ilusión y lo que les mantuvo atados a una vida que ayer, a las 14:30, se apagó definitivamente, a la vista de las incontables fotos de sus cuatro nietos, en diferentes etapas, desde los bautizos a las comidas familiares, pasando por comuniones y graduaciones universitarias. Les ha faltado una boda, al menos una, que añadir a las de sus dos hijos, cuyas fotos presidían su dormitorio

Desde el cielo, que debería existir para las personas que han llevado una vida básicamente buena, espero que tengan la oportunidad de ver cómo sus nietos forman nuevas familias de las que sentirse orgullosos. Y espero que allí se encuentre con el aita, se siente en el asiento del copiloto y le vaya apuntando y corrigiendo cada maniobra, como hacía en vida, ella que fue una de las primeras mujeres en sacarse el carné de conducir, a la primera, allá por los años 60-70 para poder ir al viejo Mercado de Atocha a comprar las frutas y verduras que vendía en aquella tienda de Pontika.

Goian bego, amatxo.


2 comentarios:

  1. No sabía nada. Lo siento mucho. Ánimo Gabi y le trasladas a tu hermano Javier.
    Teo Núñez.

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