Todo un aprendizaje.
Su regalo de cumpleaños fue un test de PCR (coronavirus), cortesía de la empresa. Como se temía, dio positivo. Fue el 1 de abril.
Como a todos, aun siendo enfermera, esto del coronavirus le pilló en Babia y no le quedó otra que adaptarse rápido a un escenario desconocido.
Antes, trabajaba a jornada completa en el Servicio de Urgencia de una Mutua de Accidentes; y a media jornada en un Centro de Día para personas mayores, que fue lo primero que cerraron, dada la vulnerabilidad de ese colectivo.
Ante la escasez de enfermeras, la reubicaron en una Residencia de Ancianos y se dio de bruces con la verdadera dimensión de esta crisis. Allí había ya varios enfermos confirmados de coronavirus, muchos aislados por posible contacto y una situación caótica generada por las bajas del personal sanitario, incluidas la enfermera y la médico, que habían dado positivo.
Se vio sola, sin conocer ni a los residentes, ni la dinámica de trabajo y sin nadie de referencia a quien preguntar. Fueron días muy duros de ansiedad, impotencia y frustración por no poder hacer su trabajo como a ella le hubiera gustado.
Todos los días salía tarde de trabajar, después de jornadas agotadoras y asfixiantes por los EPIs; y durísimas emocionalmente: ancianos con deterioro cognitivo grave, que no entienden que no pueden salir de su habitación, otros que te dicen que sus hijos les han abandonado porque ya no van a verles, que se asustan por verla vestida como un astronauta…
Estaba Antonia, que preguntaba por su marido, al que se llevaron al hospital, dio positivo por coronavirus, murió días después y no le dijeron nada, porque acordaron con sus hijos que le ahorrarían esa tortura hasta que pudieran decírselo en persona, abrazarla y consolarse mutuamente.
O Juan, que se encontraba mal y le decía todos los días que se iba a morir, mientras ella, con una barrera de plástico y látex entre los dos, le cantaba rancheras porque le dijo que le gustaban. Acabó ingresado, también por coronavirus.
De vuelta a casa, le tocaba lidiar con cuatro hijos, con sus respectivas crisis: las naturales de la adolescencia y los deberes de la ikastola. Había que cambiar el rol de cuidadora en una situación límite, evitando el de una madre al borde de un ataque de nervios.
Y mientras, en la tele, viendo y escuchando que a ellos, a ella, les tenían por héroes. Y políticos impresentables que piden una paga extra para el personal sanitario, cuando habrá decenas de miles de personas en el paro.
Nuestra protagonista sentía incomodidad y vergüenza, porque ellos y ellas, las personas que trabajan en la Sanidad no se sienten héroes. Para nada. En la mayoría de los casos su vocación es ayudar, unas veces curando y otras muchas acompañando y consolando. No necesitan incentivos ni premios extra para hacer bien su trabajo. Por poner un ejemplo, le parecen sencillamente indecentes las primas y los sueldos de los futbolistas.
Ella, ellos, se conforman con que les den lo necesario para hacer bien su trabajo, pero esta vez no ha sido así. Y se encabrona, sí se encabrona, cuando escucha a los políticos llenarse la boca de elogios a los sanitarios, después de haberles dejado sin los medios imprescindibles para trabajar.
Piensa ella, como pienso yo, que ¡ojalá! no nos entre la amnesia colectiva y aprendamos de una vez que la sanidad es intocable.
Así era su día a día hasta que el 29 de marzo, estando de guardia en la Mutua notó un escalofrío en el cuerpo y lo supo; no le hacía falta ni ponerse el termómetro, pero lo hizo por protocolo y nunca unas décimas le acojonaron tanto.
Lo comunicó a sus responsables, recogió sus cosas y se marchó como una proscrita, evitando todo contacto y con un sentimiento de culpa, que no por absurdo podía evitar.
Por su cabeza fueron desfilando sus hijos, sus padres, personas con las que había tenido contacto. Al llegar a casa, de madrugada, la confirmación: había perdido el olfato y el gusto, un síntoma que ya conocía por otros casos, pero no por eso dejó de ser una sensación muy desagradable y desconcertante. Le daba lo mismo comerse las galletas que el cartón del envase… y así sigue.
A partir de ese momento, cambia la situación y pasa de ser ella la que ayuda a los demás, a que sean los demás los que le ayuden a ella. Acuerda con el médico que sus cuatro hijos pasarán la cuarentena con ella, porque su padre, su exmarido, vive con su padre, que tiene todos los factores de riesgo posibles.
Manteniendo la distancia con sus hijos, sin contacto físico, con las manos destrozadas de tanto lavarlas y viviendo una situación surrealista a la que no se acaba de adaptar. Como nos cuenta: ‘es jodido no poder abrazar a tu hijo, sobre todo cuando te lo pide llorando y tienes que apartarte, o llorar sola en tu habitación y abrazarte a la almohada.’
Aun así, se siente privilegiada, porque sus síntomas no son graves, está segura de que acabará bien y podrán volver a abrazarse. No deja de pensar en todas las familias rotas, porque no pueden despedirse de sus familiares, que mueren solos en aras de un protocolo totalmente deshumanizado que va en contra de todo lo que significan la medicina y la enfermería.
Este virus es muy jodido, pero lo que le hemos añadido los humanos a esta situación, lo ha hecho mucho más dañino; ¡ojalá! me equivoque, pero todos estos duelos traumáticos que se están dando, provocaran infinidad de trastornos psicológicos y traumas muy complicados de superar.
Además de su cumpleaños, han celebrado estos días la mayoría de edad de su hija, que llevaba dos semanas llorando porque iba a ser un día de mierda. Menudo 18 cumpleaños. Se volcó para que no fuera así y con la ayuda de sus vecinos, le montó una gran fiesta, en la que no faltaron un Zorionak cantado a coro por toda la casa, una enorme pancarta, un par de regalitos y la generosidad de su grupo de música preferido: Azken Sustraiak, con los que contactó por Messenger, consiguiendo que fuera el mejor cumpleaños de su vida. ¡Qué relativo es todo! ¿Verdad?
Le quedan un par de días de confinamiento total y luego podrá salir, aunque sea para hacer la compra. Piensa que ¡ojalá! le toquen dos horas de cola para que le pueda dar el aire.
Aunque ya lo hizo el jueves en Facebook, le he pedido permiso para que me deje compartir sus vivencias.
Terminaba dando las gracias a todos los que le han ayudado estos días y a todos los que nos hemos preocupado por saber cómo está. Decía que cuando esto acabe saldrá a la calle con un enorme paquete de pañuelos, porque sólo de pensar en todas las personas a las que quiere abrazar y besar, se le saltan las lágrimas.
Estamos preparados, Beronika. Nos vemos pronto. Seguro.
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