El reality show en el que llevaba semanas trabajando como anónima protagonista, amenazaba prolongarse durante los próximos meses. Su guardia terminaba a las 22:00 horas, pero la había tenido que prolongar hasta las seis de la mañana del 1 de abril, cuando la sustituyó Guillermo, un médico veterano, a punto de jubilarse.
‘Egun on, guapa. Aquí me tienes, cautivo y desarmado, como corresponde a un uno de abril.’ Había sido el saludo, que no entendió, pero que, como titular, valía para representar la forma en la que estaban atendiendo a los pacientes que no dejaban de llegar a Urgencias, atrapados en una dinámica enloquecida y sin los medios más elementales para combatir a un enemigo invisible.
La pilló en un arrebato de cólera, el primero que tenía desde que se incorporó al servicio, el 12 de marzo, tras sus vacaciones en Lanzarote. Estalló con un paciente que estaba montando una escandalera porque estaban atendiendo a otros antes que a él. Era un hombre fuerte, de aspecto imponente, tumbado en una camilla, sobre la que se agitaba, histérico.
Inés, que vestía el pijama verde del quirófano, con su angulada cara oculta detrás de una mascarilla del mismo color y sus negros, largos y ondulados cabellos cubiertos por una gorra azul, dirigió una mirada gélida al paciente, desde sus metálicos ojos grises. Se acercó a la camilla, apretó su mano derecha sobre la muñeca de la misma mano del paciente, se inclinó sobre él y le dijo al oído, vocalizando muy bien cada sílaba: ‘Cállate de una puta vez, aita, y espera tu turno.’
Guillermo se acercó despacio, mientras percibía el asombro en los ojos del paciente, paralizado de repente. Deslizó una nota en el bolsillo de Inés, la cogió suavemente con la otra mano y la apartó.
Sin dejar de mirar a su padre, Inés retrocedió lentamente, se giró y, tras salir al pasillo, echó a correr hacia el vestuario. Sin cambiarse de ropa, se echó por encima una vieja sudadera de algodón. Salió corriendo y ya en la calle se subió la capucha, cogió la bici y pedaleó enérgicamente en dirección a Miramon. Atravesó los paseos de Oriamendi y Aiete, sin cruzase con ningún vehículo ni peatón y bajó a tumba abierta por el paseo de la Fe, hasta llegar a Miraconcha, seguir por la calle San Martín y llegar a su casa, en la calle Zubieta. El reloj marcaba las 6:16.
Con la bici a cuestas, subió los 88 escalones que le separaban del cuarto izquierda, donde compartía vivienda con tres compañeros: dos profesores de instituto y un informático.
Dejó la bici en el pasillo, fue a la cocina, se desnudó, y repasó la ropa, vaciando los bolsillos, donde encontró la nota que le había dejado el Dr. Carrillo. Se lavó las manos a conciencia, sacó la ropa de la lavadora, metió la suya, incluidas las zapatillas, y le puso un programa rápido de agua caliente, tras lo que volvió a lavarse las manos, antes de ir a la ducha.
En el cuarto de baño, tan viejo como la casa, abrió el grifo del agua caliente y mientras esperaba leyó la nota que le había dejado Guillermo:
Avanzando estos tres pasos, llegarás más cerca de los dioses: Primero: Habla con verdad. Segundo: No te dejes dominar por la cólera. Tercero: Da, aunque no tengas más que muy poco que dar.
Un torrente de lágrimas empezó a brotar de sus antes gélidos y ahora fúlgidos ojos grises, mientras recordaba una frase típica del aita, un hombre sereno, templado y hasta estoico: 'Lo que empieza en cólera, acaba en vergüenza.'
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