Dejando por un día el monotema del coronavirus con sus derivaciones del estado de alarma y el confinamiento indiscriminado al que estamos sometidos los ciudadanos de este país, vamos a hablar de cine.
Ordenando estanterías, he encontrado una especie de disco duro gigante, que me regalaron mis hijos, allá por 2013, que desapareció con las obras que hicimos en casa hace dos o tres años. Siguiendo, a distancia, las instrucciones de mis hijos, a través de una video-llamada, he conseguido conectar el chisme a la televisión y me he encontrado con centenares de películas, entre las que no estaba El motín del Caine, del que hablamos el pasado viernes.
A cambio, desde entonces, he visto La vida de Brian (que envejece magníficamente) y dos que no vi cuando se estrenaron: El cisne negro (2010), que es una delicia estética y cuenta con la soberbia interpretación de Natalie Portman, que le valió el Oscar; y la decepcionante, para mí, Anna Karenina (2012), con una más que discutible propuesta escénica a la que me arrepiento haber dedicado más de dos horas de confinamiento.
En la que acerté sin duda fue en Primera plana, que vi anoche por enésima vez y que por enésima vez disfruté. Dirigida en 1974 por Willy Wilder, y protagonizada por el tandem formado por Jack Lemon y Walter Matthau, en una soberbia interpretación.
Son 105 minutos, que transcurren casi en su totalidad en la sala de prensa de una cárcel en la que, a la madrugada siguiente, se va a ejecutar a un pobre diablo izquierdista, retratado como un peligroso terrorista bolchevique.
Es una caricatura despiadada de la prensa, que no busca la verdad, sino una buena exclusiva: No dejes que le verdad estropee un buen reportaje o ¿Quién diablos va a leer el segundo párrafo? Es una exageración de la realidad que, a la vista de la actualidad, no parece tan excesiva y hasta se queda corta.
En cualquier caso, es una joya imprescindible para los amantes del buen cine y mucho más profunda de lo que pidiera sugerir una comedia ligera y disparatada.
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