Tenía puesta la radio mientras se machacaba en la bici y sacaba chispas al rodillo, cuando escuchó a su tío Ariel, quejándose de que no tenía gente para recoger espárragos en plena temporada.
Cinco minutos después, tras dos horas de bici, sudoroso y acelerado, cogió el móvil y le mandó a su tío un escueto whatsapp: El trabajo es el refugio de los que no tienen nada que hacer.
Rubén había encontrado la cita, atribuida a Oscar Wilde, en una tarjeta que su madre había dejado olvidada encima de la mesilla del salón y le pareció oportuna para llamar la atención de su tío, un hombre de campo, ingeniero agrónomo y muy aficionado a la lectura, que había sido como un padre para él desde que su padre biológico los abandonó cuando tenía 12 años.
Tenía dos hectáreas en Tudela, con las filas bien cubiertas por plásticos negros, a la espera de su recogida, que solía hacer con temporeros búlgaros y rumanos. Con las fronteras cerradas, era imposible contar con ellos y los posibles trabajadores locales, aunque llevaran más de un mes sin trabajar y sin expectativas de hacerlo en el futuro más próximo, se resistían a un trabajo tan duro. De los primeros veinte que consiguió reclutar, sólo le quedaban cinco. Agachado o de rodillas, se necesita paciencia, esfuerzo físico y destreza para cortar los espárragos por el sitio justo, utilizando la gubia. Además, lo hacían de noche para que la punta estuviera más tierna, manteniendo la humedad y el color, sin ponerse morada con la luz del sol.
Sus mejores clientes, bares y restaurantes, que se llevaban las mejores piezas, los había tenido que sustituir por las distribuidoras de alimentación, que pagaban mucho menos, pero que le permitían sobrevivir y dar salida a la escasa producción que había conseguido arrancar a la tierra.
Hasta que se decretó el estado de alarma, Rubén estaba haciendo prácticas en la empresa del padre de un compañero con el que compartía el piso donde vivía, en Donostia. Se dedicaba a la organización de eventos y buscaba alguien que trabajase bases de datos, de dudosa procedencia, con la que hacía promociones y ofertas. Rubén estaba terminando ingeniería informática y, aunque trabajaba en unas condiciones leoninas, estaba entusiasmado con las posibilidades que le ofrecía el caos en el que se movía Javier Peña, un vendehumos muy simpático e intuitivo, al que le faltó tiempo para echar la persiana y despedirle sin mayores explicaciones, en cuanto advirtió que ese negocio, muy centrado en la hostelería, se iba al garete. Era el 17 de marzo.
Aguantó en el piso de Donostia, que compartía con dos jóvenes profesores de instituto: Iker y Asier, y una médico, Inés, hasta el 31 de marzo, aprovechando el tiempo para estudiar. Tenía pagado el alquiler hasta esa fecha y esa misma tarde cogió el autobús para volver a Tudela, con su madre.
A los cinco minutos de haber mandado el whatsapp, recibió la llamada de su tío, un tipo muy directo, que no se andaba con rodeos: Muchas gracias, Rubén. Ya sabes dónde te metes ¿verdad? Ven a cenar a casa. Tenemos espárragos. De los buenos. Después, al tajo.
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