El jueves al mediodía, recibí un whatsapp de… le llamaremos Andrés. Comenzaba diciendo: ‘Quiero enviarte una reflexión… si te parece correcta, la editas, la corriges y la publicas…’ Su título: Vergüenza de país.
Tras leerla, le contesté: ‘La vuelvo a leer con calma y la comentamos’. Eran las 14:28. Me puse a ello y a las 15:02 le dije: ‘Le doy forma y antes de publicar nada, te lo mando para que, en su caso, de les el O.K. Eskerrik asko!’
A las 16:13, llegó su respuesta: ‘Déjalo, me he venido arriba. Paso de rollo y es más de lo mismo. Todos pensamos igual’
Así las cosas, me quedo sin trasladaros las reflexiones de Andrés, que eran las de un tipo que está muy cabreado con la situación y que, como yo, no entiende las inconsistencias y la falta de libertades a la que nos ha abocado el estado de alarma decretado por el Gobierno de España hace cinco semanas.
Tengo un conocimiento muy superficial de Andrés. Sé que no tardará en cumplir 40 años, que está casado… Sé que es padre, pero no sé cuántos hijos tiene ni sus edades. Sé que le encanta el deporte y practica varios y muy diversos. Sé que tiene una cinta de correr -¡qué envidia!- y sé que le gusta el vino y es un entendido en la materia. No sé en qué ni dónde trabaja; y por el escaso trato que he tenido con él, le tengo por un tipo abierto, generoso, decidido y de los que tiene pinta de ser muy buen amigo de sus amigos.
Con esos ingredientes, me he animado a construir un relato, fechado hoy, que podría ser así:
Cinco semanas después, Álvaro se levantó a las cinco, como cada día. Con cuidado de no hacer ruido –su mujer y sus hijos dormían- se fue a la cocina, recogió el lavavajillas y la ropa que tenía colgada, la dobló y la dejó lista para la plancha. Se preparó un desayuno muy completo, como cada mañana, y comenzó con una tabla de gimnasia, pesas y estiramientos, que le llevó hasta la 7:30.
A esa hora, tal como habían acordado la víspera, llamó a su mujer, le preparó el desayuno, hizo la cama, se aseó y se fue a la terraza, donde tenía la cinta de correr. Había sido su regalo de cumpleaños, el 15 de febrero, una semana después de conseguir su primer gran trabajo en un piso de lujo en Donostia, por Miraconcha: una reforma total, que debía hacer entre el 4 y el 19 de abril, aprovechando que los dueños estarían de vacaciones en su residencia de Marbella.
Álvaro era un arquitecto que salió de la facultad en 2008 y que a los 23 años se encontró con la crisis del ladrillo, sin trabajo y sin expectativas de tenerlo en los próximos años. No le quedó otra que ayudar a su padre, un modesto albañil, y a sus tíos: fontanero, mecánico, electricista… Eran una familia numerosa, original de Retuerta (Valladolid), tierra de buen vino.
Se casó en 2015, con 30 años, y con los ahorros de siete años en los que no había parado de trabajar en los oficios más diversos, de sol a sol, con contrato y sin él, y cuando, seis años después de acabar la carrera, había empezado a hacer algún pinito como arquitecto.
Conoció a Anne (con dos enes), una chica de buena familia, cuando era un prometedor mediofondista del Urola y siguió con ella, aún después de dejar el atletismo. Justo hasta la boda, había trabajado en Deloitte, como jurista, y, con la ayuda de su padre, que estaba trazando el camino de su jubilación, había montado un despacho mercantil en Azkoitia, de donde era natural, y daba servicio a Pymes, comercios, hoteles, bares y restaurantes de la zona. Le iba bien.
Enseguida tuvieron su primera hija, Argi, y dos años más tarde, en 2018, nació Aitor. Vivían en un adosado muy coqueto, que compraron en obra y que diseñó el propio Álvaro. En la planta baja estaba el garaje, un amplio trastero y una terraza cubierta. En la primera planta tenían la cocina, el salón, la habitación principal y un baño. Y en la segunda planta estaban las habitaciones de los niños, una adicional de invitados y un baño. Bajo la cubierta, se había hecho un estudio, donde trabajaba.
La casa fue un capricho de Anne, financiado por los ahorros de Álvaro, la ayuda de los padres de Anne, por la misma cantidad, y un préstamo de 300.000 € de Kutxabank, por el que pagaban casi 1.300 € al mes.
El de Miraconcha había sido el primer proyecto que había conseguido en Donostia, gracias a los buenos oficios de Anne. Los padres de una amiga suya, con la que había trabajado en Deloitte, iban a reformar su vivienda y quedaron convencidos por el proyecto… y por el precio, sensiblemente menor que los presentados por otros arquitectos, diseñadores y contratistas donostiarras. El de Álvaro era un todo incluido, por 250.000 €, de los que él se hubiera llevado 25.000 €.
Anne insistió y le convenció para que compraran una cinta para correr de las buenas, que pagaron con el adelanto que cobraron, 5.000 €, a la firma del contrato, el 10 de febrero.
Cinco semanas después, se cayó la obra, el proyecto quedaba aplazado y se arrepentía de la primera vez en la que había gastado un dinero antes de tenerlo seguro y que tanto iban a necesitar los próximos meses… y quién sabe si los próximos años.
Mientras Anne desayunaba, a la vez que veía una serie en la tablet, se subió a la cinta, empezó a correr y, durante una hora, se sintió en un paraíso en medio del infierno del confinamiento.
¿Continuará?
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